miércoles, enero 25

Narcolepsia


Cuento extraño y marginal. Parte de la idea de dar una historia marginal a uno de los personajes principales de la trilogía de Carnival. Sí, esa trilogía que tal vez hasta con ese nombre esté saliendo en breve de las redes rizomaticas de mi computadora personal.

“Síndrome caracterizado por ataques de sueño irresistible y recurrentes que aparecen en momentos inesperados e inoportunos. Suele ocurrir después de un brusco estallido emocional, aunque también puede iniciarse sin previo aviso o después de haber experimentado la percepción psíquica o sensorial de un ataque inminente (el aura). Es un sueño poco profundo, que no altera las necesidades normales de sueño. Las personas que tienen narcolepsia pueden sufrir a veces catalepsia, alteración emocional que produce la caída del paciente sin pérdida de conciencia.”
Enciclopedia Médica “El Doctor en su casa”.

Cuando el Francés se despierta esa mañana, después de un sueño agitado, se encuentra sobre su cama convertido en un mar de transpiración y mal olor. Está echado boca abajo y, al intentar levantarse, siente un dolor intenso en su espalda, la cual está más dura que de costumbre a causa de lo desgastado del colchón. Las cobijas apolilladas que lo cubren del frío de las sierras apenas se sostienen encima de él y sus brazos, ridículamente pequeños a comparación de lo grueso de sus piernas, yacen paralizados debajo de su cuerpo, imposibilitados de hacer cualquier tipo de movimiento, a pesar del cosquilleo molesto que los recorre.
- ¿Qué mierda pasó?
Definitivamente no es un sueño. La habitación, si bien algo pequeña, permanece tranquila encerrada entre las cuatro paredes que le resultan bastante conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encuentra extendido un envidiable muestrario de armas de fuego – el Francés es ladrón de Bancos – está colgado aquel afiche que imita la estética de la película “Tiempos violentos”. En él, una mujer morocha de corto pelo lacio aparece vestida sólo con un par de botas de cuero que le llegan hasta debajo de la rodilla, y se encuentra sentada, muy erguida, sobre una cama desarmada, metiéndose un pequeño y compacto subfusil M61 de fabricación checa entre sus piernas completamente abiertas, y mostrando, a su vez, un fabuloso par de tetas recubierto sólo con un poco de sangre falsa que le chorrea hasta el ombligo.
La mirada del Francés se dirige, luego, hacia la minúscula ventana, y una espesa neblina – no alcanza a ver, siquiera, el álamo deshojado que se encuentra fuera de la cabaña – le produce un cierto estado de melancolía.
- Bueno, - piensa - ¿qué pasaría si me quedara durmiendo un rato más?
Imposible. Está acostumbrado a dormir boca arriba y su situación actual no le permite, de ninguna manera, adoptar esa postura. Aunque se esfuerza por levantarse, una y otra vez sus extremidades no le responden y vuelve a caer en el hueco del colchón. Lo intenta un par de veces, cerrando los ojos para no sentir los aguijonazos que le recorren los brazos, para terminar cediendo a causa del dolor punzante que el movimiento le produce en la columna.
- Concha – piensa, - ¡Qué trabajo de mierda que tengo! Siempre de un lado para el otro. Siempre buscando lugares nuevos para poder afanar. Al final, el laburo de los chorros como yo es mucho más difícil que el de un almacenero. Por lo menos él siempre sabe dónde tiene que ir. En cambio yo, siempre de viaje. Siempre arriba o de un colectivo, o de un tren, o de un subte. Siempre intentando acordarse bien de las combinaciones, de los horarios, de los lugares. Acordarse y acostumbrarse a la cara de orto de los demás, que siempre te miran como si fueras un pedazo de mierda, a las comidas malas, si es que hay comida, a los amigos que nunca son amigos, a la familia que nunca termina de ser familia. Por mí, que se vaya todo a la reputísima madre que lo parió.
Siente en los testículos una leve picazón, mueve un poco las caderas e intenta rascarse con la parte de los dedos de la mano derecha que más cerca tiene de la zona molesta, pero desiste inmediatamente a causa del intenso dolor que le produce ese movimiento en la base de la columna.
- Esto de levantarse temprano – piensa, - te termina volviendo loco. El hombre tiene que dormir. Y dormir bien. Descansar. A veces pienso que otros tipos, que deben ser tan chorros como yo, la pasan fenómeno. Siempre ahí, sentaditos en las vidrieras de las confiterías más caras de la ciudad, con sus sacos y sus corbatas, tomándose algo, tan tranquilos, tan seguros de todo. A cualquier hora que paso siempre los encuentro en la misma posición. Pareciera que ese fuera su trabajo. Hablar y tomarse algo. Si le pidiera al Jefe que me dejara hacer lo mismo, seguro que viene y me rompe el culo a patadas. Pero, qué sé yo, quizá eso no sea tan malo. Podría dedicarme, por fin, a lo mío y nada más que a lo mío. Si no fuera por la vieja ya lo hubiera limpiado. Pero, no te apurés, Francés, que ya se te va a dar. Sabés bien que no te podés meter con ese tipo ahora porque lo sostiene gente pesada. Pero cuando pueda pagar todas las deudas de la vieja lo hago. Seguro que lo hago. Nadie va a sospechar de alguien como yo, y mucho menos una vez que tenga saldada las deudas. Bueno, dejemos de pensar en eso que hay que levantarse. Hay que estar listo a las nueve. – Y mira el despertador que está sobre la mesa de luz.
- Concha de la lora. – Piensa.
Las agujas del reloj marcan las nueve y treinta y cinco y siguen corriendo. Con razón en las otras camas ya no se ven los cuerpos de sus compañeros. “¿Habrá sonado? Desde la almohada se ve que la aguja plateada está puesta a las ocho y media y que, seguramente sonó a esa hora. Pero, ¿cómo pudo seguir durmiendo tan tranquilamente con ese ruido que hace temblar las paredes? No durmió tranquilo en toda la noche, de eso está seguro, aunque sí más profundamente que otras veces.
Mientras piensa en todo eso con gran rapidez, sin poder abandonar la cama – en ese momento el reloj marca las diez menos cuarto -, desde la cocina escucha que lo llaman.
- Francés – gritan ( es el Gordo), – son las diez menos cuarto, carajo, ¿te vas a levantar o no?
La voz del Gordo media inexplicablemente entre una agudez irritante y una gravedad sumamente aterradora. El Francés se asombra, al contestar, cuando escucha que su voz se oye mucho más afónica de lo normal, haciendo que las palabras se confundan y sueñen extrañas. Si bien tiene toda la intención de disculparse por su demora y de explicarles a sus compañeros la situación en la que se encuentra, prefiere contestar parcamente con un:
- Ya voy, ya voy.
No duda, en absoluto, que el cambio en su voz se debe, principalmente, a la gestación de algún tipo de gripe producida por el frío de ese otoño atípico para la zona. El Francés mira, como puede, hacia la puerta entreabierta que da a la cocina, añorando los días en que un simple estornudo era motivo suficiente como para que su vieja lo obligara a quedarse acobijado en la cama, tomándose cada dos horas un té con miel acompañado de un par de galletitas secas. Sin embargo, él sabe, concientemente, que aquellos momentos perfectos dejaron de existir hace demasiado tiempo, que ahora debe levantarse para reunirse con sus compañeros y escuchar, otra vez, las últimas indicaciones del Pelado, el líder de ese grupo y uno de los únicos “amigos” del Jefe. También sabe que, si tuviera otra vida, otra situación económica, que si no existiera sobre sus espaldas el peso de las lágrimas de la vieja, repitiéndole una y otra vez que la culpa no es suya, que la culpa de todo la tiene su padre, ese hijoputa que los abandonó dejándoles esas impagables deudas de juego que, ahora, él tiene que saldar haciendo ese tipo de trabajos que no quiere hacer, que si hubiera podido elegir otro trabajo – siempre quiso ser viajante de comercio –, se quedaría ahora en la cama, atornillado al colchón, dedicándose a pensar en todo aquello que esa mañana le pasara por la cabeza. Pero al instante se le viene a la mente el rostro del Jefe, ese rostro inexplicablemente joven para la edad que él sabe que tiene, con esos ojos achinados y esas cejas cargadas, esa sonrisa casi perfecta y esa barba eterna de tres días que acentúa, mucho más, su confianza en sí mismo. Porque el Francés sabe que, de quedarse recostado hasta el anochecer, su Jefe se llegará hasta la cabaña de las sierras conduciendo su auto importado, y que, acercándose hasta su cama, le preguntará qué fue lo que pasó, y por qué no fue a trabajar, justo ese día, en donde su presencia fue tan indispensable. Luego, el Jefe le reprochará su mal desempeño en los últimos meses, como así también la insensibilidad de no conmoverse con los llantos ahogados de su madre, para luego concluir asegurando que, de seguir así la situación, tendría que tomar medidas extremas que él, jurará colocándose una mano en el pecho, no desearía tomar.
“No hay que quedarse en la cama al pedo, piensa mientras que se desprende, como puede, del colchón, activando de a poco los músculos dormidos de sus brazos. Sale en calzoncillos – siempre duerme con ellos – y se encuentra, afuera de la habitación, con el Gordo y el resto de sus compañeros que están compartiendo una ronde da mete amargo y unas últimas galletitas sin sal. Sobre la única mesa hay un plano del lugar extendido – el mismo plano que revisaron, una y otra vez, durante toda esa semana –, sostenido en sus puntas por cuatro piedras deformes.
- Por fin, - dice irónicamente el Gordo, vestido ya con su infaltable remera blanca, - apurate, ¿querés?, que se nos va a hacer tarde.
El Francés rechaza en silencio el mate que le ofrece Francisco, el más joven del grupo, y entra al baño a lavarse la cara y orinar. Mientras se baja los calzoncillos se mira la cara en el minúsculo espejo que cuelga sobre el lavamanos. Se encuentra más ojeroso que de costumbre y la barba crecida en el mentón no lo favorece para nada. Se acerca al inodoro manchado con orín y excremento de alguno – o algunos – de sus compañeros y afloja su vejiga, que no tarda nada en vaciarse y deshinchar su vientre, dejando oír en él unos ruidos extraños. “Colitis”, piensa y se queda sentado a la espera que de su cuerpo salga alguna otra excreción. Mientras tanto, mira hacia los costados y descubre una mancha negruzca sobre una de las baldosas poco iluminadas con la luz del foco de cuarenta que está sobre el espejo del lavamanos. Observando más detenidamente advierte que se trata de una cucaracha aplastada, a la cual se le mueve, aún alguna de las patas traseras, haciendo que todo su cuerpo se estremezca, agonizante, frente a él.
- Raro. En esta zona no hay cucarachas. – Piensa, recordando su ciudad, en donde estos insectos pululan por todos lados, demostrando a cada paso su gran capacidad para obtener los tamaños y colores más disímiles.
Desde afuera vuelve a surgir el grito del Gordo, diciéndole, otra vez, que se apure, que deje la paja para la vuelta. El Francés se levanta subiéndose los calzoncillos y tira de la cadena sin haber podido deshacerse del dolor de estómago que, ahora, le punza más profundamente.
Cuando por fin sale del baño, el Pelado repite, por última vez, las indicaciones del robo. Todos ellos, menos Francisco, deberían entrar al Banco cargando, cada uno, un arma de bajo calibre. Según lo estudiado, no habría necesidad de más, ya que no sería difícil reducir al guardia de seguridad que custodiaba la única puerta del edificio, un viejo destruido por la artritis, que sólo mantenía el puesto por haber logrado, a tiempo, un convenio con el Intendente. El Gordo y Molina irían a las cajas y pedirían el dinero, el Francés se quedaría en la puerta, intimidando a todo aquel que quisiera hacerse el héroe, mientras que el Pelado se dirigiría hasta la oficina del gerente y le exigiría la entrega de todo lo que hubiese en las cajas fuertes.
Todos saben, tanto de un lado como del otro, que el dinero del Banco está asegurado por la Nación y que no es necesario correr ningún tipo de riesgo en un asalto. “Como ya dijimos, es preferible que no corra sangre, - afirma el Pelado – aunque, de acuerdo a lo que me dijo el Jefe, está permitido que se den algunos golpes a los que hagan quilombo.
Terminada la explicación, Molina mira el reloj y avisa que son diez y media y que, entre el viaje y los preparativos, se llegará al lugar recién a las once en punto, eso contando que la ruta estuviera medianamente transitable.
- Vamos yendo. – Ordena, por fin, el Pelado y el grupo de varones va hasta la habitación a terminar de vestirse y agarrar, cada uno, el arma que le corresponde. Hubieran preferido tener trajes y corbatas negros para todos, y de ese modo parecerse a los personajes de “Perros de la calle”. Pero también saben que eso es sólo una película que demuestra que la estética se cuida mucho más en las producciones módicas, y que, ellos, están viviendo en un mundo y un país real, en donde sólo se puede conseguir cinco pasamontañas de colores diferentes para cubrirse los rostros. Después de asegurarse que todo esté en su correcto orden, los hombres comienzan a caminar hacia la salida de la cabaña, donde los espera la camioneta trafic blanca que va a manejar Molina hasta la puerta del Banco. El Francés mira, antes de entrar, el paisaje nublado que lo rodea, y el frío que le recorre el cuerpo le hace sentir, más aún, el dolor de estómago que lo viene aquejando desde esa mañana. Ya en la ruta, los compañeros van en silencio, mirando, casi todos, al frente, observando que todo el lugar presenta una calma extrañamente placentera. En la parte de atrás, el Gordo se mantiene ocupado lustrando su calibre treinta y ocho, mientras que Francisco recita, en voz baja, los versos del Padrenuestro y el Francés se prende un cigarrillo negro, llenando el coche con un humo molesto y maloliente. A pesar de eso, nadie dice nada, ni siquiera el Gordo, que simplemente lo mira y le sonríe falsamente sin mostrarle sus dientes.
El cigarrillo no ayuda, en nada, a tranquilizar al Francés. Desde su estómago vuelven a surgir ruidos molestos que hacen que Francisco deje de rezar su tercera oración para preguntarle si se encuentra bien.
- No, me siento para la mierda – responde y se agarra el vientre. - ¿Te puedo pedir un favor?
- ¿Cuál?
- ¿Por qué no vas vos para adentro del Banco y yo me quedo en la camioneta? No sé si voy a aguantar la presión. Además, que entre o me quede afuera es lo mismo.
- ¿No habrá problema?
- No creo. – Y alza la voz para preguntarle al Pelado, que está en el asiento del acompañante, si hay alguna posibilidad de cambiar los lugares. El “amigo” del Jefe lo mira de reojo y le pregunta el motivo de la necesidad imperiosa de cambiar el plan a último momento. Su voz, entre molesta e irónica, sale de su garganta aguijoneando la responsabilidad endeble del Francés. Luego de explicarle las razones y viendo que, en definitiva, el intercambio no afecta en casi nada la marcha del asalto –no por casualidad se le había dejado ese puesto secundario al Francés –, el Pelado dice que no hay problema, siempre y cuando se comprometa cada uno a cumplir, de manera superior, el trabajo del otro. Ambos responden, casi al unísono, que no se preocupen, que todo va a salir de acuerdo a lo estudiado.
- Por fin vamos a ser tomos hombrecitos adentro del Banco. – Dice el Gordo sin dejar de mirar su arma cada vez más brillosa. El Francés no le responde, saca de su campera el paquete de cigarrillos, extrae uno y lo enciende. El dolor de estómago vuelve, pero ahora le presta mucha menos atención.
Una vez en el Banco, ven que éste no ha cambiado ni de lugar ni de condición, sigue tan vacío como de costumbre, al igual que la avenida principal de esa ciudad alejada del mundo – un bulevar sobre el cual, los vecinos plantaron una serie de árboles, ahora secos, y, la Municipalidad colocó un par de postes de luz amarilla –. El grupo de compañeros baja de la camioneta intentando no levantar sospechas a los pocos clientes que están en el edificio, una vez afuera, Molina se acerca hasta el Francés y le dice que, cualquier cosa, toque un par de bocinazos, que iba a estar en las cajas así que, seguramente, escucharía. El Francés le asegura que no va a pasar nada, que vaya tranquilo, mientras que apaga el cigarrillo con la punta del zapato.
- Bueno, - dice el Pelado, - vamos. – Y se pone en marcha, seguido de cerca por el Gordo y Molina. Francisco, más atrás, se da vuelta para saludar al Francés, que le responde el saludo con una sonrisa, mientras que los ve cruzar la calle y entrar al Banco de a uno. El último en entrar es el Pelado, que mira hacia la camioneta y no produce ningún gesto, sin duda hablará, después, de su comportamiento en las situaciones límites ante el Jefe, a lo que éste responderá, agradeciéndole el dato, mandando a alguien, seguramente al Gordo, para enseñarle un poco de lo que es el compromiso laboral. Pero a él, eso, en realidad, ya no le preocupa. Prefiere seguir atento a la calle y a la puerta del Banco, observando que nadie se acerque.
De pronto una nena, parecida a una pequeña Mia Wallace, se acerca hasta la camioneta, luciendo un vestido negro y sosteniendo entre sus pequeños dedos un inmenso globo rojo. ¿Qué estás haciendo? Nada. Responde el Francés. Espero a unos amigos. ¿Te gusta mi globo? Le pregunta la nena acercándolo hasta él. Es muy lindo, ¿dónde lo compraste? El Francés vuelve enseguida a mirar la puerta del Banco que, aún, se mantiene cerrada, impidiendo que los gritos de sus compañeros salgan al exterior. No sé, me lo regalaron, pero es muy lindo, ¿no? Sí, es muy lindo. El Francés comienza a sentirse mal de nuevo, agregando, a su dolor de estómago, una intranquilidad mental causada por ese silencio excesivo que lo devora de a poco. ¿Y tus papis donde están?, pregunta al ver que la pequeña Mia Wallace no sólo no se retira de su lado sino que, además, comienza a mirar detenidamente hacia el Banco. No sé, por ahí deben andar. Contesta señalando para cualquier lado. Un ruido extraño, un ruido que desentona dentro de ese silencio, hace que el Francés levante la vista sin dejar de escuchar que la nena le sigue hablando del globo rojo. Mira desesperadamente hacia ambos lados de la avenida, que ahora se ve mucho más larga de lo normal, y que parece conectar no sólo barrios, sino ciudades y hasta países. El ruido, que deja de ser extraño para pasar a ser enemigo, se conjuga de pronto con el titilar azul y rojo de un grupo incontable de patrulleros federales que se acercan a toda velocidad desde la ruta que, sólo hace un momento, él recorrió con sus compañeros. La alarma, piensa, tocaron la alarma y dirige su mirada hacia el lado opuesto del bulevar, alcanzando ver cómo un segundo grupo de autos policiales se vienen acercando a la misma velocidad que los anteriores, cortando toda posibilidad de escapatoria. El Francés intenta cruzar la calle y avisarle a los demás de la situación en la que se encuentran, pretende tocar la bocina, alertarlos, pero se mantiene, petrificado, en el lugar, sintiendo que sus ojos, desorbitadamente abiertos, se van llenando de lágrimas, viento y frío, mientras que el incontable número de automóviles federales rodea rápidamente el edificio. Tirate al piso, nena, ordena, y quedate quieta, por favor. Cuando comienzan a salir los oficiales de los autos, se agacha y abraza a la pequeña Mia Wallace como si quisiera, y pudiera, protegerla de eso que ni él sabe muy bien cómo puede resultar. Cuidado con mi globo, dice ella. Tranquila. Va a estar todo bien.
- Salgan. Están rodeados.

II

Cuando el Francés se despierta de su profundo sueño, similar a una perdida de conocimiento, se encuentra tirado, apoyado sobre una de las ruedas traseras de la camioneta, orientado aún hacia la puerta del Banco. Desde esa posición, puede ver cómo un grupo de oficiales de la policía federal retiran del edificio a sus compañeros, a los cuales le extrajeron los pasamontañas, permitiendo que la poca gente del lugar que se acercó a ver el operativo pueda reconocer sus rostros y guardarlos en sus memorias. Mientras se incorpora con dificultad, intenta descubrir a la niña del globo dentro de la multitud de uniformados. Apoya su espalda contra el vehículo y vuelve a sentir, otra vez, el malestar estomacal que le viene aquejando desde esa mañana, sin embargo, esto no le impide descubrir la expresión tranquila del Pelado cuando sube al patrullero que, sin duda, lo llevará hasta la comisaría más cercana.
- Puta – piensa, - ¿qué mierda me pasó? Yo había controlado esto. No puede ser que justo hoy me haya vuelto. Debe haber sido a tensión. Bueno, que se jodan, yo les avisé que no me sentía bien, que había que dejarlo para otro día. No es culpa mía, es culpa de ellos que no me quisieron escuchar. Al fin y al cabo, prefirieron cumplir con los horarios del Jefe antes de querer hacer bien las cosas.
Algunos patrulleros encienden sus luces bicolores y se marchan, despacio, con dirección a la ruta. Otros, la cantidad necesaria como para poder manejar tranquilamente a los cuatro delincuentes, se posicionan de manera tal que cada uno de los asaltantes sea destinado a un calabozo distinto, hasta el día en que el Juez a cargo de la futura causa los cite a declarar a todos juntos.
- Para esto sí sirve la justicia – piensa, - para encerrar a tipos como estos que son unos pobres pelotudos mandados por otros. ¿Cuánto que al Jefe no lo tocan nunca? ¿Qué lo van a tocar si tiene a media policía agarrada de las bolas? En cambio a nosotros, que somos unos simples ladrones por encargo, si nos enganchan, tenemos que comernos no sé cuantos años en el pozo. Pobre Molina, mirá la cara que tiene. Ni siquiera mira para acá. Debe pensar como el Pelado, que a mí ya me agarraron antes. Me tendría que haber quedado en la cama, hubiera sido lo mejor para todos. Menos para mí, que seguramente hubiera tenido que aguantarme las puteadas del Jefe amenazándome con apretar a la vieja para que yo vuelva a laburar como antes. Pero antes era distinto, antes uno, si se dedicaba al robo, era porque no quería trabajar, ahora es porque no puede trabajar. Y se aprovechan de eso. Todos se aprovechan, menos los pobres tipos como yo que no tienen otra salida que afiliarse a alguna banda y seguir órdenes de otros. Porque siempre son otros los que dan las órdenes, si no es el Jefe es el Pelado, si no es el Pelado es el Gordo, todos pueden dar órdenes, pero cuando yo dije que era mejor dejarlo todo para después, no me hicieron caso, era una cuestión de presentimientos, el día estaba mal parido desde el principio.
El Francés corta su proceso de autoconvencimiento cuando ve salir del Banco, escoltado por dos hombres armados que le apuntan a la cabeza, a Francisco, intentando, con todas sus fuerzas, sostenerse en pie. El rostro del muchacho está lleno de transpiración, vergüenza y lágrimas y su paso es el de un hombre ya anciano, agotado por la vida. Seguramente se siente responsable de lo sucedido, piensa el Francés, mientras que surge en él una necesidad intensa de cruzar el bulevar y confiarle la verdad, de decirle que no se haga problema, que siendo menor de edad no lo pueden retener mucho tiempo en la institución reformadora. Pero él sabe que, en una situación como esa, los sentimientos deben desaparecerse si aquel a quien capturan no pertenece a la misma sangre. La cuestión de honor, si es que alguna vez tuvo algo parecido, no es obligación suficiente como para ponerse al descubierto y dejarse atrapar. Además, creé sospechar que la verdadera causa de aquella angustia no proviene de la captura, sino de las imposibilidades que ésta le va a traer en su soñada carrera eclesiástica, aún en ese momento, donde la fe cristiana acepta cualquier tipo de pago.
- ¡Pobre! – piensa, - pensar que parece tan buen pibe. Lástima que se le haya ocurrido meterse en el Seminario. Ahí le van a lavar la cabeza. No digo que no haya necesidad de curas, es como dice el Jefe, nunca hay buenos si no hay malos, pero, hoy por hoy, todo es tan relativo que hasta los creyentes desconfían, alguna vez, en sus propias creaciones. Pero, como dice la vieja, “en algo hay que creer”, aunque si vamos a los hechos, ella creyó en mi viejo y mirá cómo quedó. Arruinada. No, arruinada sólo, no. Arruinada y arruinadora. Pero, ¿qué le voy a hacer? No la puedo dejar en banda justo ahora que puedo llegar a conseguir algo más de plata si me sale lo del viaje al Sur. Eso va a estar bueno, muy bueno. Irme al Sur, a laburar los campos, si el Jefe quiere que le pague, yo le pago. Le mando la guita por correo y se va todo al carajo. Si la vieja quiere, que me acompañe, así no extraña. Salvo que por le frío se acobarde, pero ¿qué se va a acobardar?, si es una fiera la vieja. Ojalá salga, ojalá. Así de una buena vez por todas puedo empezar a tener una vida que sea sólo mía.
Enfrente de las puertas del Banco sólo quedan un par de patrulleros y algunos policías que mantienen su postura rígida frente a la situación por más que ya no haya ningún tipo de peligro y que las cámaras de televisión no hayan aparecido. El Francés revisa los bolsillos de la campera intentando encontrar su paquete de cigarrillos negros y su encendedor. No pudiendo encontrarlos en ninguno de ellos, ni siquiera en el bolsillo interno, registra con la mirada en el asfalto, agachándose, luego, para buscar debajo de la camioneta, donde, finalmente, los halla. El paquete a medio terminar está sobre una pequeña mancha de aceite, goteada del motor del vehículo, y el encendedor de cincuenta centavos descansa a pocos milímetros de una de las ruedas delanteras. Estira el brazo preguntándose cómo fue que llegaron allí, si él apenas había caído unos segundos, o al menos así lo podía recordar. Una vez que los tiene a ambos en la mano, se levanta del piso, saca un cigarrillo y lo enciende, al mismo tiempo que desde el Banco un trío de oficiales más bien fornidos empuja al Gordo hasta la patrulla que ya tiene la puerta trasera abierta.
- ¡Eh! – grita el Gordo. - ¡Hijo de puta!
El Francés levanta la vista descubriendo que es a él a quien su compañero está puteando. No advirtió a tiempo que el fuego de su encendedor – una llama de unos tres centímetros – hizo que el Gordo descubriera su presencia en el lugar, hasta el momento anónima hasta para los federales. Sus ojos vuelven a desorbitarse, el cigarrillo encendido cae de sus labios, ahora temblorosos, mientras que los hombres que retienen al recién salido hacen un esfuerzo mayor para que éste no se libere de las esposas.
- ¡Te voy a matar! ¡Traidor hijo de puta! ¡Te voy a matar!
Los policías que estaban, hasta ese momento, tranquilamente en sus coches patrullas, empiezan a observarlo, haciéndose señas entre ellos para que, alguno, vaya a interrogarlo. El Gordo, mientras tanto, recibe un par de golpes en los riñones que lo hacen caer de rodillas, y lo obligan a callarse la boca. Pero, el Francés, no puede ver esto. Él, en ese momento, está dando vuelta a la camioneta, internándose en uno de los patios frondosos de las casas ubicadas frente al Banco. Casas de fin de semana, de veraneo, en donde no habita nadie en esos días fríos del año, pero que, sin embargo, tienen laberínticas medianeras hechas de hiedras y alambres que confunden al extranjero. Que lo pierden mientras corre, olvidando el dolor de su rodilla izquierda, buscando desesperadamente una escapatoria, una salida que le permita huir de la voz de su compañero que grita, amenazándolo, produciendo ecos entre los ruidos, cada vez más cercanos, de los disparos de un arma oficial. El Francés pasa jardines y jardines, espacios que le son desconocidos, orientándose, como puede, para intentar llegar hasta su refugio en las montañas, y dejar de oír aquella voz que lo atormenta. Aquella voz que media inexplicablemente entre una agudez irritante y una gravedad sumamente aterradora. Aquella voz que antes fue la que lo sacó de la cama, produciendo, inconscientemente, las desgracias de ese día, y que ahora es la que pretende resarcir sus errores por medios, sin duda, asesinos. Mientras corre y corre, el Francés se va descubriendo cada vez más encerrado en una maraña de plantas y hojas que le imposibilitan alejarse de la respiración entrecortada de ése que lo persigue. De pronto, llega a un patio circular adornado en el medio con un delicado bebedero de mármol blanco del cual brota, parcamente, un hilo de agua transparente. Seguidamente, entra también en él su cazador, el Gordo, con el rostro deformado por la agitación. Vení para acá, hijo de puta, grita, mientras que el Francés da vueltas en círculo, rodeando el bebedero, sin advertir que sus gritos y corridas atraen a un enorme perro blanco, que, luego de ladrar amenazador, se abalanza sobre él. El Francés cae al suelo, inconsciente, mientras que por sus ojos sólo pasa la enorme cara de su compañero que, sin mover los labios, repite una vez más.
- Te voy a matar. Traidor.

III.

Una cabaña a la orilla de un lago del Sur, rodeada por un bosque de árboles perennes, a la cual el Francés se dirige cargando sólo una minúscula mochila en donde lleva lo mínimo y necesario como para subsistir hasta que lo vengan a buscar. Retirarse de todo, comenzar una nueva vida, se dice, mientras golpea la puerta de entrada y es atendido por dos amables ancianos que parecen salidos de un cuento de hadas. Adentro, un pequeño hogar calienta el modesto salón de estar en donde duerme, sobre una alfombra, un perro viejo. Una escalera de madera lo dirige hacia su habitación, en el altillo, preparada especialmente para que pueda tener un poco de intimidad, le asegura la vieja. Ni bien abre la puerta, mirando hacia atrás a la pareja de abuelos que le sonríen complacidos de su llegada, una enorme mano enguantada en cuero lo arrastra hacia un espacio caluroso, repleto de carbón y suciedad, en donde sólo se pueden oír los gritos de un grupo de herreros deformadamente flacos que, engrillados entre ellos, golpean con gigantes martillos sobre yunques vacíos. Los chispazos de los golpes no lo dejan ver cuando el terrible verdugo se abalanza sobre él, quitándole la ropa y arrojándolo con fuerza hasta un lugar alejado, en donde sólo tiene como consuelo la presencia de un minúsculo ventiluz que da al lago. No percibe el tiempo que pasa sino sólo en la delgadez de sus músculos que, ahora, presentan una cierta simetría, uniformando el antes desigual ancho de sus piernas y brazos. De tanto en tanto siente, detrás suyo, la presencia imponente del verdugo que amenaza con cruzarle la espalda de un latigazo si no apura el trabajo que él intenta comprender. Mientras observa sus manos ensangrentadas y manchadas, al igual que todo su cuerpo desnudo, con el color azabache del carbón, escucha, proveniente del lago, el sonido de un chapoteo armonioso que le hace estirar el cuello hasta la abertura que tiene sobre su cabeza. En la superficie del agua, se levanta una enorme sierpe que, acompasadamente, se acerca hasta la orilla, trayendo, sobre su lomo escamoso, a una ya madura Mia Wallace, que, sin decirle nada, lo invita a salir de su encierro y acompañarla en su viaje. El Francés, sin pensar en las posibles consecuencias que puede llegar a tener su huida, comienza a correr por entre los montículos de carbón, escapándose de los chasquidos del látigo y de los gritos de aquellos sufrientes que, pasivamente, seguirán esperando su turno para morir. Una vez fuera de la cabaña, se apresura a llegar hasta la mujer, la que, con una sonrisa, le tiende la mano para que él pueda subir, también, encima de la joroba del reptil. Luego, escuchando los insultos de los ancianos, se alejan de todo, dirigiéndose, en una marcha lenta, hacia el lugar en donde el Francés podrá, por fin, echarse a descansar.
Cuando El Francés se despierta, esa noche, siente su cuerpo entumecido, atacado constantemente por frías corrientes nerviosas que impiden dejar de temblar y castañear sus dientes. La grave herida que tiene en la pierna, no mucho mayor a los profundos rasguños que muestra en sus brazos, lo imposibilitan a realizar cualquier tipo de movimiento. Mirando hacia los costados se descubre a sí mismo en la misma cama en la que, esa mañana, había intentado, por todos los medios posibles, permanecer. Sobre la pared aún cuelga el afiche, ahora balanceado, de vez en cuando, por la corriente de aire que llega desde el exterior. “Debo haber dejado la puerta abierta”, especula y levanta la cabeza intentando ver si eso es cierto, pero un dolor intenso en su columna lo hace volver a su posición normal.
Sobre el piso de madera, se esparce lentamente un gran charco de la sangre que brota de su cuerpo, manchando las cobijas, las sábanas y el colchón. El Francés, entumecido, sólo puede oír el goteo, lento pero continuo, y sentir cómo, de a poco, los temblores se hacen cada vez más periódicos. Haciendo un esfuerzo supremo, mueve la espalda, aguantando el dolor, hasta colocar su cabeza en la almohada, para de ese modo poder ver hacia la ventana y descubrir que afuera ya está anocheciendo. Aparentemente, imagina, tardó bastante en llegar hasta la cabaña. En el plan estaba predicho que llegarían en veinte minutos o menos, pero no contaron con la posibilidad de tener que hacer ese trayecto a pie. El Francés observa sus zapatillas, desgarradas y sucias, que aun sostienen dentro un par de extremidades deformadas por la corrida y los tropezones. No sabe muy bien cómo fue que encontró el camino, pero tiene conciencia clara que, al menos ahora, se puede considerar a salvo.
- Concha – piensa, – estoy hecho mierda. Pero al menos estoy seguro acá, a no ser que alguno de los otros hable y diga dónde está la cabaña. Pero no, no son buchones, ninguno de los hombres que el Jefe lo es, por eso los contrata.
Levanta la vista hasta el afiche que, ahora, se mantiene quieto sobre su clavo oxidado. La mujer permanece, aún, con su pequeño y compacto subfusil M61 de fabricación checa entre las piernas, con la única diferencia que al Francés le parece ver que ella le guiña un ojo.
- Mierda – piensa – ojalá pudiera tener una mina así. Una mina que se deje, que quiera guerra pero siempre conmigo. Una mina que yo pueda llevar a pasear por allá, por la ciudad, y que me acompañe siempre a todos los lugares que vaya. Con una mina así seguro que me tratarían con más respeto. Con mucho más respeto. Hasta la vieja se pondría contenta. Pero, bueno, las minas así siempre están con otros, con los tipos como el Jefe, que una vez me dijo que él se parecía a un tal Liroy Braun, el chico más malo de la cuadra, y que por eso las tenía a todas atrás de él. Seguramente él puede pedir que le hagan cosas y no pagarles nada. En cambio yo, tengo que pagarle diez pesos a la Carla para que me tire la goma. Y encima lo hace con desgano. Pero es la única que me gusta, porque, vista con buenos ojos, se parece un poco a la de la foto, o mejor todavía, se parece a la mina de la película. Pero bueno, por más que remes, Francés, no te vas a poder curtir nunca una hembra como esa. A lo sumo la podrás ver en alguna porno y echarte una paja, imaginando que ese culo es sólo para vos. Nada más. Hablando de eso, podría hacerle caso al Gordo y tocarme un poco. Total, ya volví. Estoy en la cabaña, como dijimos que íbamos a hacer. Que no estén ellos no implica nada. Y bueno, que se vaya todo a la mierda...
El Francés apoya la mano dolorida sobre su ingle y comienza a manosear su miembro, mirando detenidamente la foto de la mujer. Con cada movimiento su cuerpo se va acrecentando, hinchando, haciendo, a su vez, que de su boca salgan ahogados gemidos que conjugan el placer con el dolor. Sus ojos se comienzan a llenar, nuevamente, de lágrimas, pero no se detiene, sino que aumenta la velocidad de sus golpes, logrando, por fin, que una sensación agradable lo vaya colmando. Con la llegada de la oscuridad total, el vientre ensangrentado del Francés es salpicado con un chorro de semen blanco, al mismo tiempo que desde la garganta afónica surge un último suspiro. Luego, la habitación queda en silencio, la gotera se detiene definitivamente, y apenas se pueden oír los pasos veloces de la cucaracha que, repuesta ya, logra salir del baño y encaminarse, arrastrando la parte del cuerpo que tiene aplastada, hasta su nido, debajo de la cama del Francés.

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