domingo, diciembre 9

Entre caras carcomidas y caretas caricaturescas. (Ana Ojeda)

Texto publicado en Revista El Matadero, Segunda Época Nº5, Corregidor, Buenos Aires. (ISSN 0329-9546)

A propósito de Botero de Claudio Dobal.
Bahía Blanca (Buenos Aires), Ediciones de Barricada, 2006.



Aquél que no tiene con qué vivir no debe ni reconocer ni respetar la propiedad de los otros, ya que los principios del contrato social han sido violados en su contra.
Johann Gottlieb Fichte


Están arribando a ese quilombo liminar que (sic), como empieza a decir el tipo del gamutón, mirándolo de afuera, sólo se puede ir a buscar historias sórdidas para contar o recordar; historias que caigan mal, que duelan, que molesten y que, por sobre todo, encrespen a las familias burguesas cargadas de ilusiones vanas.
Claudio Dobal


Partamos de la concepción que en su modalidad más canónica considera a Jorge Luis Borges el epítome del escritor argentino (y al hacerlo, correlativamente, lo imagina entre dos orillas), concepción que actualmente domina el sistema literario promocionado por los conglomerados editoriales transnacionales, empobreciendo de manera notable la diversidad propia del campo literario no sólo del siglo XX, sino también del actual. En este contexto, no puede sino saludarse de manera positiva —y efusiva— la iniciativa de Ediciones de Barricada, que propone Bahía Blanca como el ombligo del mundo o, para decirlo con Georgie, que transforma Punta Alta en el aleph de ese sótano ubicado en la calle Brasil: “Ediciones de Barricada aspira a posicionarse como un sello especializado en narrativa y ensayística atendiendo a coordenadas geográficas precisas: el sudoeste bonaerense —leemos en su sitio de Internet—. Demostrando de esta manera el carácter vivo y dinámico de la producción intelectual y literaria argentina que lejos está de reducirse a los centros decisionales, e incluso por los canales tradicionales. Bahía Blanca y su región es un campo intelectual y cultural rico aunque inexplorado. Toda una nueva generación de narradores e investigadores toman la palabra a través de nuestro sello y mediante tal acción se inscriben en el contexto nacional y latinoamericano de aquellos que instan, desde su lugar, a sumar sus aportes a los procesos de transformación cultural y política.” Ediciones de Barricada posee, hasta el momento, la Colección Cuadernos y la Colección Nueva Narrativa. Botero pertenece a esta última.

Claudio Dobal (1979) nació en Bahía Blanca. Es profesor de literatura y se nota. “Caribe”, el primero de los tres relatos que conforman Botero, puede apreciarse a contraluz de aquella hermosa y portorriqueña Guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez. La narración comienza con el caribe (sic), amante de la brazuca (también sic) y chorro por encargo, que se descubre padre de “una tela que llora”. De comienzo moroso y avanzar lento, la narración de “Caribe” se basa en una repetición machacona de las palabras —típicamente guarachera—, palabras que aparecen una y otra vez, tanto, que por momentos logran que el lector bizquee. Esta dificultad de arranque, por un lado, potencia el impacto del corazón narrativo de la historia. Por el otro, se constituye en la de la solución que adopta Dobal en este primer texto para escribir la pobreza.
Tal como apunta Rocco Carbone en otro lugar de este mismo Matadero refiriéndose a Grotescos de Crespi, en “Caribe” lo importante no es sólo qué se cuenta, sino cómo se lo hace. La historia se desarrolla en un espacio que es el centro de una disputa. De una parte están los hombres fosforescentes, con sus mujeres fosforescentes y sus casas fosforescentes. Ellos son los que saben leer, los que dominan los medios de comunicación (en especial, los diarios y la televisión), los que poseen, en fin, escritores que legitiman las prácticas fosforescentes y le otorgan a esa clase dominante el sostén ideológico que precisa. Frente a ellos encontramos a los hombres chapa, que se sueñan fosforescentes y se identifican, así, con quienes los consideran enemigos y los quieren erradicar, sacar del espacio que ocupan. Entre unos y otros, está el caribe, único dotado de conciencia crítica, capaz de comprender la situación en su totalidad, tal como es más allá de las apariencias: “Eliminar a los hombres chapa que se niegan ser hombres chapa. Que se creen hombres fosforescentes. Que no critican a los hombres fosforescentes porque les parece que son como ellos. Que no hacen nada contra la fosforescencia porque ellos se creen brillantes. Pero el caribe sabe la verdad. Sabe que ninguno de ellos es fosforescente.” (48) Esta capacidad, huelga decirlo, lo aleja tanto de los hombres chapa como de los fosforescentes: ambos lo desprecian, le tienen miedo y, en definitiva, quieren acabar con él.
En este plano, el uso de las minúsculas para los nombres propios o apodos (caribe, brazuca, pedro —el escritor—) posee varias funciones. Por un lado, desencadena una polisemia sugestiva, instaurando una ambigüedad que seduce al lector, que lo lleva de un hombre a un lugar geográfico y de vuelta al hombre, sobre todo en la primera parte del texto. Por ejemplo: “Todo ahora es extraño para el caribe. Todo ahora es de otros (…) Y el caribe quiere que le devuelvan su música. Que dejen de usarla y dejen de usarlo. Porque ese caribe que ahora camina un poco más lejos de la vidriera no se va a acostumbrar nunca a ser usado. A que le usen la música como le usaron la tierra, el espacio, sus cosas, sus casas.” (19-20). Esta oscilación contribuye a volver más asfixiante todavía la creación literaria que Dobal hace de la pobreza. Pero por otra parte, y tal como señala Rocco Carbone en su reseña sobre el libro de Crespi, las minúsculas también pueden ser entendidas como una solución literaria que aspira a la universalidad de lo narrado. Se trata de identidades borrosas que carecen de nombre propio (también, por supuesto, de apellido), permitiendo la atribución de lo relatado a cualquier sujeto, a todos y a ninguno en particular. “Caribe” es, en este sentido, una historia épica.

“Cartoons” , la segunda pieza de Botero, ya no interpela la prosa guarachera de Sánchez y se va, más bien, al encuentro de Arlt. Este brusco cambio de tono es un acierto, ya que le da un respiro al lector y, en el mismo movimiento, constituye el primer texto en una unidad cerrada en sí misma y, en ese sentido, autónoma. El protagonista de “Cartoons” se llama Robertito y es, tal como se aclara en la primera frase del texto, un hijo de puta literal. Hijo de una puta que trabaja en el burdel del Griego, Robertito nunca conoce a su padre. Crece enamorado del pecho de Gertrudis (comparable al de aquella que se volvió ícono inolvidable de Amarcord), compañera de su madre, sintiéndose un poco el sobrino de Totó, un cliente transportista de profesión. Todo el cuento transcurre entre el burdel, la comisaría y la panadería de un italiano en la que trabaja Robertito. El ansia de diálogo con la literatura arltiana se encuentra dispersa en múltiples aspectos (y momentos) de esta narración. En personajes, ambientes y situaciones que sería verboso enumerar. Sin embargo, vale la pena mencionar que los errores de ortografía y sintaxis que campean a lo largo y ancho de “Cartoons” —y que, en su mayoría, están ausentes de “Caribe” y “Carnival”— pueden leerse como una opción por la “mala escritura” arltiana, es decir, como una elección consciente y funcional al mundo retratado.
Si en “Caribe” aparecía la primera figura de escritor propuesta en Botero, en “Cartoons” nos encontramos con la segunda. Esta vez, el hombre se llama Ferrero y resulta la antítesis del ya mencionado pedro. Mientras éste puede pensarse como una puta fiel (a los dictados de la clase que usa lo que él escribe), aquél es más bien, y en términos olivarianos, una amada infiel. En uno de los mejores momentos del libro (si no el mejor), Ferrero discurre de la siguiente manera acerca del oficio de escribir mientras asiste, junto con Robertito y Totó, a un show de strippers (durante el cual los tres aprovechan para, se podría decir, relojear a las chicas de abanico): “tenían toda la razón los que me dijeron que hoy no se puede ser escritor profesional. Que no se puede vivir de la escritura siendo escritor. Esa época ya pasó para nosotros (…) Acá, la verdad, para ser escritor en serio hay que dedicarse a otra cosa completamente distinta.” (112) Enfoque similar, como se verá enseguida, al expresado en 1929 por el poeta Nicolás Olivari en sus “Palabras que se lleva el viento”: “Trabajarán los artistas del poema nuevo en sus labores de atrofia. Serán empleados, obreros, mecánicos, médicos, abogados, diputados y aviadores, con la insensibilidad del condenado para siempre a la rutina de la jornada de 8 horas. Luego, en las ocho restantes, desarrollarán la imaginación en reposo y producirán la magnífica inutilidad de sus poemas por los cuales, con toda justicia, no percibirán un solo cobre.” (2005: 136) A partir de estas coincidencias, entonces, se podría pensar la identidad del escritor moderno como la propia incapacidad de ser tal, el hecho de tener que ser “otra cosa” para, paradójicamente, ser un escritor. Cartero (como Bukowski), pero también barrendero, son las opciones que baraja Ferrero, él mismo ex profesor de Lengua y Castellano de la Escuela No. 22. Al final, de todas maneras, terminará convirtiéndose en panadero y ocupando, significativamente, el lugar que Robertito deja vacante.

Llegamos así a “Carnival”, último texto de este libro, en el que se emplaza un juego de espejos similar al de “La noche boca arriba” cortazareana. Por un lado, asistimos a la realización de un ritual indio en el que se decide la suerte del universo por medio de una riña de gallos. Uno, pintado de azul, simboliza el Orden, mientras que el otro, teñido de rojo, hace las veces de Caos. De forma inesperada, éste mata al primero. Los indios, entonces, se preparan para el fin del mundo. Paralelamente, en una ciudad moderna, la gente le da la bienvenida al Carnaval, festividad durante la cual : “(…) la calle era una pequeña revolución de muñecos. Todos imitaban a alguien. Todos querían verse distintos, aparentar ser alguien que nunca podrían ser”. Como se ve, esto retoma la problemática puesta sobre la mesa por “Caribe” y sus hombres chapa que se querían fosforescentes. A ésta, podríamos sumar otra problemática que también atraviesa los tres cuentos: el ansia de cambio entendido como revolución social, como instauración de un nuevo orden, distinto del ya existente. Una y otra logran darle a Botero una unidad que supera las fronteras de cada cuento y construyen, así, un todo articulado y orgánico. El tercer elemento que está presente a lo largo de todo el libro es la sílaba “car-”. En efecto, los tres textos que lo componen se llaman: “Caribe”, “Cartoons” y “Carnival”. “Cartoons”, a su vez, está dividido en “Carita”, “Caretas” y “Carnicería”. De esto derivo dos conclusiones. La primera: hubiera sido perfecto que esta reseña la hiciera Carbone; segundo: la repetición de esa sílaba inicial podría referirse a la voluntad de mostrar que todo es lo mismo, que las historias comparten una raíz común: el margen convertido en centro por el mero acto de narrarlo. Desde este punto de vista fonético, y ya para terminar, resulta sorprendente que el libro se llame Botero. O no tanto. Pintor y escultor colombiano nacido en Medellín en 1932, Fernando Botero creó un mundo en donde lo abnorme es la regla. Gordos inmensos pueblan sus obras, convirtiéndolas en espacios en donde lo monstruoso (en el sentido de lo no común) es lo normal. Tal vez, a eso apunte también este primer libro de Dobal: a crear un espacio literario para lo no común, para el contrafrente, para el revés, convencido de que: “Escribir es cuidarse de lo que se escribe porque lo que se escribe puede ser utilizado.” (Masotta 1965: 16)


Bibliografía
Masotta, Oscar, Sexo y traición en Roberto Arlt, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1965.
Olivari, Nicolás, Poesías 1920 – 1930: La amda infiel, La musa de la mala pata, El gato escaldado, Buenos Aires, Malas Palabras Buks, 2005.