domingo, febrero 11

El después de la Caída

Me había equivocado. El texto se llamaba así. Pero está bien igual. Esta es la primera versión del texto que posteriormente se tituló "La silla del vacío" que salió publicado en una de las revistas Arje. Espero que sirva como para comprender los rivetes del trabajo.
El hombre anhela la caída. Busca desesperadamente esa sensación de vértigo que le inspira el no poder volver los pasos hacia atrás. El hombre desea caer sin un término, sin un fin programado de antemano. El hombre desea caer. Sólo caer. Desea colocarse la máscara de un ser sufriente, de un individuo vapuleado por los otros, por todos los otros; de un ser que no consigue salvar ni siquiera su propia existencia, un hombre que no tiene la posibilidad real de una total recuperación.

La sociedad actual, tanto como cualquier otra sociedad que haya sucedido en el tiempo, se mantiene gracias a la violencia de sus habitantes. Son ellos mismos los que se permiten y adjudican el poder para ejercer de la violencia contra los otros. Esta violencia posee para cada uno de los individuos sociales la hipócrita pretensión de una inocencia absoluta en los actos realizados. Pero también, esta violencia es lo único que permite el ser sociedad, el mantenerse unidos. Porque en el caso de que una sociedad se disgregue en cada uno de sus habitantes no existiría la posibilidad de echar culpas, ya no se podría decir más “yo no lo hice”. Al estar rodeado el hombre por otros hombres tiene la libertad de señalar a esos otros como presuntos culpables de sus males; y toda sociedad, con esa violencia encarnada en su seno, como un tumor, o mejor dicho como su propio corazón, está posibilitada en su ser para implantar en cada ciudadano el germen de la soledad actual, el germen de sentirse acorralado entre otras personas a las cuales poco importa nuestra existencia, salvo como chivos expiatorios: el hombre está rodeado de muchos hombres que a su vez son la más profunda nada. Y cuando él descubre que esa velocidad sólo trae consigo el sentimiento de la mayor de las soledades, de una soledad completamente estática, donde los grados de rapidez son una ficción más de la absurda comedia que es la vida, cuando se da cuenta que esa velocidad no puede brindar excitación sino que sólo puede ofrecer una angustia compartida en silencio, el hombre busca en la caída de su propio ser la única salida posible a tanta pasividad. Pero, en cierto modo, el hombre no busca: luego de que son develadas la violencia y la soledad en su grado estático, en el acto de una cápsula eterna sobre la misma sociedad, la caída llega por si sola, sin necesidad de ser perseguida por nadie. El deseo de caer arremete contra el hombre. El no amoldarse a una sociedad que facilita y crea esos sentimientos en cada individuo, el hecho de querer resistirse a ser un pasivo más, son los primeros pasos que se dan en esa “búsqueda” inconsciente, al menos en este momento, de la caída personal.
Uno no descubre ese anhelo de vértigo hasta que el deseo por la caída lo supera, el deseo de descubrirse en ese hondo pantano que puede llegar a ser uno mismo. En la caída ya no sirve declararse falsamente inocente; en la caída no existe la inocencia. Cuando todo lo que queda es la verdad individual, el no poder mentirse, ya que el Otro, el que oye los gritos de lo que sucede durante la caída, también la sufre; cuando el que grita y el que oye son la misma persona, uno se encuentra cara a cara consigo mismo en el trayecto que lleva hasta el fondo. La caída tan deseada ha comenzado: el hombre ha alcanzado su propio límite y lo ha sobrepasado por la sola necesidad de saber que se puede encontrar más allá. El hombre desea conocer, y por eso cae.
Y luego de la caída sólo queda la aceptación: uno se encuentra rodeado de su propia soledad, de su propia violencia, en resumen: se encuentra encerrado con sus propios actos. Actos que lo arrastraron hasta donde ahora está. El hombre opta en el acto de la caída; elige, mejor dicho, su caída, y es por eso que no existe inocencia en ella. No hay CULPABLES, uno mismo es el único culpable. No hay acciones contra la Ley, pero uno sospecha que si las hay contra lo que uno considera Justicia Humana, y es por eso que el caído se siente igualmente traicionado por algo o por alguien: no cree que ese dolor intenso que ha sufrido haya sido deseado por él mismo, por eso su primer movimiento va a ser la búsqueda de otros culpables, para así poder adjudicarse el papel de víctima. Pero luego mira hacia arriba, donde están sus recuerdos, sus pensamientos y descubre que sólo queda eso, que sólo hay eso: pequeñas historias, pequeños detalles que le son propios y que lo han traído hasta allí y de los que es plenamente el único y absoluto responsable. Entonces llega el reconocimiento: son esos pequeños detalles los que permitieron que el deseo de caída se instalase. Porque no son el cáncer, ni la muerte, ni el peligro de una guerra nuclear lo que lleva al hombre al límite de la locura – y de la caída -, sino que son esos pequeños detalles, esas pequeñas cosas que nos suceden todos los días, que nos apabullan, que hacen que uno no pueda percibir ningún tipo de movimiento – excitación – fuera de esa soledad y esa violencia falsamente veloces que se le imprime constantemente al cuerpo desde la misma sociedad.
Pero el hombre que ya ha caído tiene la ventaja de contar con un punto firme desde donde partir. Ha llegado a lo más hondo, se ha descubierto a si mismo sin el antifaz social. La vida vista después de haber caído tiene un sabor distinto: no sé si amargo; más bien seco diría yo: la sequía de haber caído y darse cuenta que todo ese dolor fue producido por el único hecho de no querer aferrarnos a nada. No extendimos los brazos porque, además de haber sido inútil, no hubiésemos experimentado el sabor del golpe.
Y es por eso que después de la caída ya no existe la inocencia. El hombre es culpable por haber optado. La opción implica una elección y luego de ésta lo decidido pasa a ser responsabilidad de ese ser que ha optado. En esa elección se implica una encrucijada con el pensamiento. El hombre, frente a la opción, no puede ser inocente en el pensar, por más que haya optado impulsivamente, ese impulso implicó su ser, su persona. El hombre es lo que es a partir de sus acciones, no de sus palabras, con las palabras uno puede mentir, y mentirse, pero nunca nadie puede ocultarse de la realidad de su propia persona si se toman en cuenta sus actos. Por lo tanto al optar, al emprender ese acto de elección que lo lleva a la caída, el hombre deja de estar en la duda de la inocencia: el hombre luego de optar es plenamente culpable de su propia caída. En el agujero que le sigue a ese caer el hombre se encuentra consigo mismo como abogado, juez y parte. No hay más nadie; si quiere perseguir la salida a esa caída debe enfrentarse consigo mismo, preguntarse, acusarse y responderse. Después de a caída no lo abandonará la violencia y la soledad – incomunicación – será mucho más fuerte, pero esos son los precios de la elección. El que ha sufrido, más sufrirá; el que ha sido ofendido, muchas más veces tendrá que oír esos insultos, una y otra vez, como un eterno péndulo de imágenes que se irán desprendiendo en el pensamiento hasta llevarlo a la liberación o a la locura total.
Pero una vez que se encuentra caído, en soledad – no en la soledad compartida sino en la soledad más amplia consigo mismo –, el hombre nuevamente opta que hacer con esos recuerdos, con esos pensamientos y, según pueda – o quiera – soportar y contrarrestar esa dominación, el camino a seguir será uno u otro. El hombre caído que no pueda canalizar esas obsesiones – porque una vez caído todo recuerdo, todo pensamiento se transforma en una obsesión -, que no pueda sobrellevar esa violencia que lo arrastró al límite, posiblemente salga a la calle a asesinar, violar y generar más violencia en otros, hasta llegar a la completa autodestrucción; mientras que el que intente aprovechar esos sentimientos hallará una posible salida a sus disgustos, aunque seguramente siga sufriéndolos de por vida. Recordemos que los grandes escritos del hombre son aquellos que surgen de los caídos en estas desesperaciones, porque la sociedad que los llevó a optar por la caída es la misma que festeja un desnudo total de su propia violencia. Las soledades y las violencias humanas se repiten en los textos al mismo tiempo que se suceden en las sociedades.
Entonces el hombre que ha caído se encuentra con el otro hombre, con el verdadero Yo. Ya no es inocente: todas las culpas de su deseo de caída recaen en él mismo. Y es en ese momento cuando debe optar por reconocerlas o rechazarlas y, a partir de esa decisión, seguir delante de acuerdo con lo escogido, sabiendo que, pase lo que pase, ya nunca más podrá desligarse de esa elección. La caída representa la posibilidad, quizás la más sincera de todas, de conocerse a si mismo. Hay quienes saben aprovecharla, pero también hay quienes deciden seguir ciegamente su camino de alienación social, continuando con esa violencia estática que nunca llegara a demostrar nada más que la mentira en la que vivimos sumergidos. El declararse culpable a uno mismo, el despojarse de el estatismo de la violencia ficticia y sentirse, por fin, violento al optar, sentirse, en definitiva, vivo, es lo más valedero que nos puede sostener después de haber caído y experimentado el sabor del golpe. Hubo un tiempo en el que hemos optado, hoy perseguimos un pasado ideal, ese que hubiésemos querido tener; hoy deseamos cambiar nuestras elecciones pasadas. Pero ante esta imposibilidad temporal, la caída nos brinda el mayor acto de reconocimiento de lo que nos configura como hombres: la culpabilidad de poder elegir sabiendo que no se alcanzará nunca la calma – aún luego de haber caído -. La calma tan deseada es algo que le ha sido negado al hombre. En el paraíso bíblico Adán la poseía, pero como contrapartida le había sido prohibido el placer del conocimiento, le era negada la elección. Sus limites estaban impuestos y nunca debían ser superados, pero esos limites no eran creados por el propio hombre, no existía el conocimiento suficiente en la mente humana como para ser el que delimitase sus propios actos. Quizás aquella vieja manzana nos haya negado para siempre la calma, pero ese mismo objeto nos permitió el llegar a razonar, a elegir entre el Bien y el Mal. El reconocernos culpables no nos traerá sosiego, sino aún más y más intranquilidad. Una intranquilidad que muy posiblemente nos convierta en seres solitarios y violentos, pero activos. Una intranquilidad absoluta, una intranquilidad que viene emparentada con la capacidad de poder observar y descubrir la realidad de los hechos y problemas del hombre. Una intranquilidad que se da con el acto de sentirnos culpables de nuestras decisiones. La calma negada se convierte en el peso a sobrellevar después de la caída: sentirnos imperfectos por ser únicos, capaces de llevar a cabo nuestras propias vidas sin mimetizarnos con una sociedad que degrada.
Por lo tanto, después de la caída llegan los verdaderos sentimientos humanos. Son sentimientos en estado puro: fuertes e incontrolables, pero definibles y observables por sus propia pureza. El hombre se convierte en su propio razonamiento, el hombre comienza a sentir toda esa fuerza y esa violencia que lo configura como un animal con la capacidad para pensar, porque ya no puede seguir al instinto de supervivencia que lo hace ser un ser social. El hombre pasa a ser un ente individual. Después de la caída siempre se renace; y el mismo hombre debe optar por cómo desea hacerlo. La caída nos pone nuevamente en una encrucijada; una encrucijada final: después de ella sólo sobrevive el Individuo.

martes, febrero 6

Lo difuso de Patty

Este texto está subdio a pedido. Tarde, pero lo hice. Un texto que espero pueda comprenderse en relación. Siempre en relación.

Patty Diphusa es un símbolo de La Locura de los Ochenta: mucho rock, mucho dance, muchas drogas, mucho sexo. Pareciera que todo esto es también lo que marca en cierto modo el cine de aquellos años mas jóvenes de Pedro Almodovar, padre, parte y quizás hasta matador de esa criatura que vive entre los decorados de Melrose Place y los de una película pornográfica de mala calidad. Patty Diphusa es la que escribe sus propias aventuras y reflexiones (en cierto modo memorias del presente), y es la que acertadamente deambula entre la ausencia de imágenes sugestivamente idiotas y alguna que otra idea a partir de esas letras introspectivas. Es el pensamiento que va más allá del simple acto, y es el acto del pensar que también deja sus espacios en blanco para que se llegue más allá. Lo que tiene Patty como escritora, y como símbolo, es esa sobredimensión de su propio YO, algo quizás que también marca que su yo es el mismo que los otros yo que la rodean: flashes más, flashes menos, la gente que se junta con ella, o con la que ella se junta, tiene esa inocente ilusión de ser el centro del planeta. El individualismo que no lo es tanto, un yo que desaparece entre tantos otros yo para transformarse en un uniforme todos. Ese es quizás el símbolo Patty Diphusa, esa todificación de la gente, esa uniformidad de la materia del cuerpo y la mente intentando conseguir sólo un placer casi efímero, y quizás, a partir de eso, una fama imperecedera dentro de la mitología de los suburbios.
Por otra parte (quizás por la del principio), el apellido de Patty, Diphusa, indudablemente hace pensar en las dos acepciones que éste puede llegar a tener, porque lo difuso surge del mismo término que surge la difusión y, por tanto, lo difundido. Esa raíz común que los homologa y los iguala es la del verbo latino diffundo, que refiere al acto de derramar, verter, extender, en cierto modo, a la acción de esparcir. Se sabe que la difuminación de algo tiene que ver con ese esparcirlo para todos lados, dejando al objeto medio borroso, casi indefinible; pero el tema está en que lo que se difunde tiene, como punto principal, ese mismo esparcir una cosa, pero ya no con la intención de hacerla confusa, sino con la idea de que este objeto (información) llegue a la mayor cantidad de lugares posibles. Entonces, por más opuestas que estas dos acciones parezcan (y que también se puede ir más lejos aun y pensar que esparcir tiene ese significado cuasireflejo que lleva implícita la diversión) es bastante revelador por si sólo el hecho de que los términos mencionados posean un padre en común que los arrastre a un campo de incertidumbres y medias tintas por demás perturbador. Es interesante, sin embargo, ver como estas dos terminologias terminan por homologarse en una sola persona, en Patty que, como símbolo, juega perfectamente ese doble papel de informadora y perdida.

Lo difuso de Patty muestra lo ancho de un lenguaje y una simbología cargada de elementos que sólo son decorativos, que son propios del escenario secundario de esa mala película en la que ella es la protagonista. Y esta difuminación tiene consecuencias posibles y antagónicas: por un lado esta dilatación puede permitir que se penetre al objeto-texto, o al sujeto-personaje, o al sujeto-escritor, desde puntos mas bien distantes y que, mal que mal, se le pueda sacar cierta idea (general y hasta obvia), aunque esto no provoque mucho más que una simple satisfacción temporal y casi imperceptible. Por el otro, esta dilatación, esta difuminación puede tener como consecuencia la mala focalisación de lo que se ha convertido en el blanco a detallar, como que esta mirada desde la neblina no termine de dejar claro lo que en realidad se busca con ese texto. Las ideas entonces, en uno u otro punto, terminan perdidas en una maraña de decorados que sólo servirían si lo que Patty estuviera haciendo fuera un filme. Pero esta difuminación es también la característica de su mundo privado, y del mundo privado de todos aquellos que en cierto modo viven en aquel subterráneo mundo de la exposición constante. No saben en realidad lo que quieren y mucho menos por qué pueden llegar a quererlo. Patty vive en un sueño constante, vive dormida, todo aquello que puede llegar a ver está visto desde lo difuso de una mirada a la que todo le resulta extraño y hasta novedoso, no porque en realidad lo sea, sino porque existe la necesidad de verlo así. Ella va mirando la realidad al mismo tiempo que mira lo que ella quiere que esa realidad sea; un estrabismo propio de aquellos que tienen un deseo demasiado intenso. Pero mientras que algunos saben promover algo mejor de esa realidad a partir de lo que se ve en los sueños, Patty y todos aquellos que siguen su ejemplo se conforman con la realidad y acomodan su mente para que continúe durmiendo el sueño: se pierde la real realidad y se la transforma en un imaginario más, en objeto de consumo por arriba del deseo.
El objeto de lo deseado está allí y es imperioso que se lo consuma. Es lo que sucede, en cierto modo con los amantes ocasionales de este personaje: los ve y los quiere, los toma y los posee, los posee y los deja – esto siempre y cuando no sea ella el objeto, como sucede, no por casualidad, en su primer relato, el de la violación –. En ese mundo del consumo de la carne por la carne misma todos son objetos y sujetos al mismo tiempo, son todos pasivos y activos, todos son todo, que es lo mismo que decir que todos son nada, que es lo mismo que decir que todos son lo mismo. No hay una definición entre lo que se consume y lo que consume. La difusión es también propia de esa generación (¿sólo de ésta?) que poco interés tiene en darse cuenta que en realidad no puede no darse cuenta. Es como un gran virus que los va contagiando de a poco: la ignorancia es también parte de la contaminación de su sangre.
Y Patty también sigue siendo símbolo en/de La Profunda Depresión de los Noventa, pero su transformación la mata, la deja convertida en un yo apocado, lastimero: solo. Patty protesta, busca respuestas y las encuentra de mala manera cuando increpa a su padre Almodovar. Los noventa son espacios de soledades, ya no hay un todos, sino que se ha identificado a cada uno de aquellos que eran el todo, se los ha separado y se les ha dado una prolija vida de empleados. Se acabó la locura y aquello que buscaba Patty: el contacto real en la comunicación, cuando no importaba si éste terminaba sólo siendo un fotograma mal sacado, porque en ella pervivían las sensaciones. Sus objetos de deseo, que a su vez eran la razón primera de sus escritos, resultaban consumidos con devoción, con éxtasis. Es la falta del sexo lo que implica una neurosis, un desarreglo interno en los personajes tanto en aquellos Ochenta como en estos Noventa. El sexo en la obra como en la vida es lo que marca el ritmo biológico del hombre. Hoy, ya en el nuevo milenio, ya con una Patty completamente avejentada, no es permitida la ausencia del deseo, si no carnal al menos de cualquier otra índole. Las sociedades del Dos Mil de todo hacen un fetiche, un objeto a idolatrar y perseguir. Pero a diferencia de la difuminación como un foco en que se pierde la realidad, en la maquinaria del deseo de estos días el objeto tiende a centralizarse, a iluminarse, a producirse de tal modo que resulte chocantemente reconocible. A su vez este reconocimiento es sólo de una imagen de lo que venden como una figura de consumo, y ya en realidad no importa si el consumo viene por parte de una videoteca o de un simple álbum de fotos, todo es posible de consumir. No era como en aquella Patty Diphusa que se permitía apariciones fugaces en la que sus seguidores y presas la podían tocar y manosear, aquí la diferenciación entre el acá y el allá está marcada claramente por esa línea que es la ensoñación, la búsqueda sin ninguna posibilidad de encontrar. Es como que cuanto más se tenga una imagen más cerca estará eso a lo que la imagen refiere: en la cabeza de los deseosos todo es posible.
Pero las acciones son también ficciones. Todo contacto se hace por medio de algo virtual, de una imagen. La Locura de los Ochenta y La Profunda Depresión de los Noventa han desaparecido para darnos hoy ¿qué cosa? ¿Cómo se puede llamar a esta agrupación infinita de ojos que todo lo ven pero que nada pueden hacer para conectarse? Información/desinformación: actos de comunicación con ideologías preestablecidas. Es bueno remarcar que Patty Diphusa nació en una revista (medio de difusión) y no por casualidad es su “hermana gemela” del cine/televisión (otros medios difusores) la que la termina por relegar a un olvido medianamente voluntario. Cuando Patty se encuentra con Kika se produce el choque y la transmutación de una idea: del periodismo expositivo de la primera se pasa al fetiche de la segunda, todo en una misma cabeza y en sólo un diálogo. Pero ambas en cierto modo buscan lo mismo: comunicarse. Tanto una como la otra encuentran en esa búsqueda de las palabras o las imágenes que golpeen y despierten un contacto con el mundo a partir de llevar al limite la propia experiencia de conocerse. Y esta búsqueda también tiene su correlato en la búsqueda de esas cosas para contar, la búsqueda de una vida que permita ser develada al público y que genere sentimientos – ya sea de desagrado, de asco, de admiración o de simple gusto –. Y en Patty esa vida es la propia, y se muestra cómo ese tipo de vida termina por consumirla: vivir para no pensar, abarrotarse de vida para quemar la mayor cantidad de tiempo inmóvil posible.Si bien Patty-libro está vivo y crece, y arrima al lector hasta la Leo de La Flor de mi Secreto (otro personaje que desesperadamente busca comunicarse, difundir sus pensamientos en cuantos cuerpos quieran aceptarlos), Patty ha quizás desaparecido como lo que era. Hoy día también se intenta abolir la realidad, pero el escape no es la vida, como lo era con ella, sino que hoy el abolir la realidad es sobredimensionarla, darle tanta característica de real que se termina perdiendo su fuerza. El único móvil es la inmovilidad, la seguridad de un lugar cerrado que permita sentirse protegido vaya uno a saber por qué o por quién. Hoy la vida misma ha perdido su categoría de real para pasar a ser sólo una ficción más a consumir ya no con el éxtasis del contacto, sino con todo el ocio del deseo.