viernes, febrero 3

Queen of pain

Texto escrito en septiembre de 2001, en ocasión de releer la novela de Lewis Carrol escuchando, como fondo, la maravillosa performance de Alanis Morisette del tema de The Police. Un texto que hoy me sigue interpelando por su lectura actual de narraciones epocales, y que hasta hoy no había visto la luz.

Leer Alice’s Adventures in Wonderland implica entender que muchas veces la materia textual se hace impenetrable. En este caso lo impenetrable se da por el uso y abuso de los juegos del lenguaje, algo que sólo puede ser apreciado leyendo el original ingles o remitiendo contantemente a las innumerables notas. Sin embargo, esto no imposibilita la lectura ingenua – esa que puede ser hecha desde el gusto –, ni mucho menos corta las posibilidades de entrada para un estudio del texto, la historia o los personajes. Sin ir más lejos, esta obra ha sido objeto de diversas interpretaciones: desde ver en Lewis Carroll un fetiche por las niñitas hasta observar de que modo se está criticando a la sociedad aristocrática de aquel momento. Bien se conoce que Alice se escapa a su mundo porque no puede soportar el que le ha tocado en suerte vivir. En un mundo en donde continuamente debe decir y hacer aquello que le es obligado decir o hacer es imposible que el crecimiento de esta chica corra por caminos aledaños. Entonces: las maravillas. Allí ella puede ser ella misma, allí ella es la niña-mujer que se enfrenta a la Reina, que discute con el Huevo sabelotodo, que se atreve a crear su propia historia. Sin lugar a dudas este viaje es un viaje de aprendizaje, pero este aprendizaje se da en un ir y venir, no en un recibir continuamente.
La queja de Alice viene del lugar común: la opresión de la misma sociedad aristocrática dominante es la criticada poniendo esta crítica en los ojos de un distinto – de una nena en este caso, de un náufrago con Gulliver –. Sin embargo ese distinto también es un igual: no se trata de un esclavo, no es un marginado social, es uno que es “lo mismo” pero que se ve como “lo otro” porque no responde a los estímulos sociales – esos que configuran la mente y el comportamiento del hombre – como debería responder. En el caso de Alice es mucho peor, porque está en la edad en donde los estímulos externos funcionan como modelador de una personalidad, de una conciencia crítica de la realidad.
Hoy Alicia – ya no Alice – vive en un mundo que presenta un continuo de estímulos. Hoy ni Alicia ni ningún otro hombre puede estar solo consigo mismo sino que debe manejarse de acuerdo a lo que todo el resto conforma en su cabeza como lo “correcto”. Para aquellos que tienen las posibilidades, una forma de responder a los estímulos que marcan el nivel de vida es exhibir su propia riqueza; para aquellos que no las tienen, esos estímulos se convierten en exclusivo deseo, algo que está allí para indicar la inexistencia y, por sobre todo, la diferencia. Además, estos estímulos aparecen desde el primer momento de vida y, dejando de lado aquellos que puede o no dar una familia, marcan pronto lo que va a ser el comportamiento posterior.
Hoy los estímulos sociales están hábilmente dirigidos a los más pequeños, ya que en ellos se puede producir un adoctrinamiento para que acepten ciertas ideas tomándolas casi como algo natural. Por ejemplo, la mayoría de los niños conocen (y expresan) a muy temprana edad cosas relacionadas al sexo que antes se veían como algo extraño o al menos privado. Actualmente hasta los dibujos animados se basan en gratuitos componentes de sexo, violencia y tienen valores demasiado problemáticos hasta para un adulto. Eso, en una cabeza en formación, cala más profundamente, haciendo una huella que quizás no se pueda borrar, porque, sumándose a estas situaciones exteriores, el modelo de educación plantea una clara deficiencia no sólo en cuanto a contenidos sino también en cuanto a cómo atraer la atención de los chicos: los maestros muchas veces no se encuentran capacitados para lidiar con situaciones que lo sobrepasan, porque en las respectivas academias continúan con sistemas de aprendizajes agotados por el tiempo y, hoy día, inútiles. No sólo existe una falencia en los contenidos de la escuela sino también, y por sobre todo, en lo que se refiere a la forma de estimular a esos chicos para que puedan leer por si solos los entrelineas de aquello que les llega muchas veces como un objeto para clasificar clases sociales.
Hoy Alicia vive en una pelota de pockemon junto a un millón o más de Alicias que esperan ser liberadas para la lucha. Ya no se permite la lectura interpretativa. Es mucho mejor que los chicos sepan eso que dice el manual y que lo repitan tal como está, total no importa, total los que quieran aprender – y puedan costearlo – todavía tienen que pasar por otros niveles de aprendizaje. El tema está en que hay que entender que un pueblo ignorante – o mal educado – es un pueblo que sirve para ser carne de cañón en cualquier tipo de enfrentamiento. Alice lloraba porque su vida era aburrida, la queja del escritor es siempre la de un hombre que puede darse un tiempo porque lo tiene; en cambio Alicia, esta nena de pelo oscuro, con la cara sucia y con los dientes torcidos, no puede quejarse, porque le han quitado la posibilidad del llanto. Porque llorar, para ella, es casi como reconocer que es menor que los otros. Esta Alicia que ni siquiera tiene su país, que las únicas maravillas posibles son las que vienen por el televisor, es en verdad la reina del dolor. Porque su dolor es silencioso, y es un dolor que luego traspasara a sus hijos, haciéndolos nacer ya con una desilusión y una falta de esperanzas que los transformara en famélicos sobrevivientes antes que en personas.
Todos somos sobrevivientes. Todos estamos en una lucha continua. Pero, por ejemplo, yo escribo estas líneas mirando la pantalla de mi computadora, al lado del calefactor.
Nada más.

lunes, enero 30

Teatro Kartoon

Escritura crítica sobre Mauricio Kartun y sus obras completas. Aparecida anteriormente en uno de los últimos números de la revista Arjé.
Teatro Kartun

Kartun Mauricio, Obras Completas, Editorial Corregidor. 1993.

El teatro actual es acción. Es movimiento. Es quizás una marca más de lo que la cultura del cine show nos ha dejado. Es cierto, no se puede negar que a la mayoría de los personajes del teatro actual no se los deja pensar. O si lo hacen tienen que ser pensamientos homologables con los de este lado del escenario, cuanto más elemental mejor. Lejos estamos de las diferencias radicales entre las características alta y baja de los actuantes en la tragedia y comedia aristotélicas: hoy un personaje debe ser igual que cualquier espectador. Existe el culto a lo normal, a lo conocido. La reverencia ha dejado de ser el centro fundamental. En el teatro de hoy día, las leyendas dejaron de ser fruto de unas imaginaciones de altas cumbres; hoy, las leyendas del teatro, las ficciones, se conforman de arrabales y campo, de ciudades en decadencia y sueños que nunca se podrán cumplir. Esto es el teatro de la acción contemporáneo. Se habla menos. Se transforma todo en un ir y venir de la cámara entre múltiples personajes o personalidades. Es demostrar la realidad a partir de la ficción. Pero sin tantas cortinas.
El teatro argentino es cada día un sector más olvidado. Sólo se recuerda por medio de las grandes aperturas de ciclos en Mar del Plata, cuando el verano infecta la ciudad feliz con múltiples puestas en escena que van desde las producciones más prolijas hasta las más opulentas. Las primeras serían esas que se presentan en teatros minúsculos, bares o en espectáculos al aire libre, de entrada más barata, y en donde ya la misma recepción – en caso de lugar cerrado – puede ser tomado también como una obra de arte; entre las segundas se cuentan las que se presentan en teatros enormemente caros, donde infaliblemente la gente va para olvidar, y en donde, al mejor estilo de la comedia aristofanesca, se mezcla la burla sencilla a los gobernantes y personalidades reconocidas con lo exclusivamente revistoso de un montón de mujeres semi en pelotas que muestran que tener cincuenta años no significa no estar “espléndida”.
No voy a hablar del segundo grupo. Tampoco del primero. Mauricio Kartun no es conocido por el público, no se lo asocia ni a uno ni a otro. Es más bien un escritor, un docente, un dramaturgo que ha tendido mucho éxito en el exterior y que aquí es quizá un tema “sólo para entendidos”, opacado sí por la fama de otros “próceres” del espectáculo como Suar o Franccella. En Argentina – al menos – no se conoce a los autores, se conocen a los actores y, si funciona, quizás a la obra. Tampoco voy a hablar de la puesta en escena de este autor, en cambio voy a comentar algunas de sus obras en el papel, ya que Corregidor ha sacado, en dos tomos, la obra completa escrita hasta hoy – está exenta la de sus primeros años, la que era representada en la calle.
Mauricio Kartun escribe para el pueblo. No por casualidad sus personajes son gente común, gente que uno puede reconocer, admirar, aborrecer o encariñarse con. Pero son gente y eso es lo que importa. Mezcla de tango, historietas, Beckett, Aristófanes y Sandokan, Kartun refleja la vida de personas que, como cualquier otra, se hacen reconocibles, se hacen palpables. Desde el pibe que sueña con ser Misterix por el simple hecho que desea escaparse de una realidad que lo abruma, hasta el nuevo Pistetero – criollo – que crea su ciudad de cemento y cal en los aires, todos buscan “algo mejor” aunque en realidad no sepan muy bien para donde tienen que ir o, como en el caso de los personajes-personas de “Cumbia morena cumbia”, hasta cuando tienen que esperar (bailando). Ese es el juego que se divide entre la espera o el movimiento. En escena todo se desarrolla por medio de la acción, pero dentro de la escena, en ese mundo, la quietud es quizás la mejor manera de descubrirse siendo, existiendo como ajeno a un mundo que prefiere caminar en vez de avanzar. Los personajes, en realidad, huyen sabiendo que, quizá o seguramente, esa no es la solución que los saque de eso que viven. Pero ellos huyen. Ya sea bailando obligados un pericón eterno manejado por extranjeros piratas, ya sea masturbándose contra una almohada en la terraza, la mente juega su juego veladamente, convirtiendo todo también en algo no muy distinto. La catarsis sigue funcionando pero ya no como un temor o como una compasión para con el que sufre allá arriba, sino más bien como un recuerdo que se asoma, como una risa entre melancólica y lastimeramente irónica. Allí es su mundo, unas tablas que no lo son tanto, un escenario que se confunde con la realidad y en donde el nivel de uno y otro lado se distorsionan hasta llevarnos a un estado de comprensión e incomprensión absoluta. Comprensión como reconocimiento, como sentimientos que se agolpan; incomprensión como una realidad que sólo le pertenece a los personajes. Son sus mundos más privados los que salen a la luz y aquí, a diferencia de los que sucede con los nuevos programas de “experiencias reales grabadas durante veinticuatro horas por cámaras que todos sabemos donde están”, uno se siente intruso, sabe que no es ese el lugar donde debería estar, porque, aunque diferente, ese que está allí arriba, en el pequeño mundo-escenario, es uno mismo, y hay un montón de espectadores que lo están mirando. Eso es lo que logra la literatura de Mauricio Kartun, un reconocimiento, la ilusión de estar leyendo y a su vez estar presenciando la obra de una vida, de un momento de una situación tan real y tan reconocible como cualquier otra.
Desde la gauchesca hasta la novela de aventuras, desde la historia a la anécdota, desde los superhéroes hasta los indios de la pampa, el autor nos impregna con realidad. No deja escapar de entre sus líneas lo político, lo retiene y lo hace propio; porque en realidad de eso siempre se ha tratado el teatro, de mostrar una situación, un estado de las cosas que puede o no gustarnos, pero que en su mayoría no nos conforma. Lejos del panfleto, acostado con el pensamiento vivo, lejos de la ficción, cerca de la autocrítica, los escritos se hacen muchos más vividos, mucho más cercanos, para cualquier argentino, aunque estas obras se representen alrededor de todo el mundo. Están allí, ellos son hijos de una serie prolongada de mestizos europamericanos.
Si bien la escritura es de problemáticas universales, sus personajes viven en villas, no en suburbios, en el campo, no en el country, sus carnes se pudren en la bodega, no conocen el freezer. Los extranjeros son la ficción: los piratas, los griegos, y hasta Misterix – a pesar de estar visto desde la perspectiva del deseo – son los que resultan en realidad extraños, por su lenguaje, por sus acciones, aunque se parezcan bastante a las de “ciertos” argentinos. Son los otros, de eso no cabe ninguna duda. Porque sus ilusiones, sus proyectos, van más allá de lo que cualquier argentino nativo o nacido de inmigrantes, cualquier mestizo o ilegal podrían tener. Ellos no sueñan con poder cantar una chacarera, con llevarse a la paraguayita regordeta a la cama, con que la chica linfa del barrio se quede con uno, con que al fin los viejos nos acepten como somos y por lo que somos y de una buena vez liberen a todos los “yo” que alguna vez fuimos, que nos dejen en paz, que nos consideren personas en vez de indios de circo... “Bueno, ¿Qué más da?” se parece escuchar entre líneas. Es el fracaso antes del comienzo, porque si bien a medida que leemos parece haber, aún, alguna esperanza, es el destino del tango el que gana todas las batallas. Y esa es la diferencia. Porque si bien los autores norteamericanos contemporáneos, que si uno presta atención son los más representados, se aferran a la derrota y al tema de la caída del sueño americano, ellos son del Norte, no tienen una idiosincrasia semejante a la que un latinoamericano pudiese tener. Sus personajes no hablan como una persona de barrio, ni como un pibe de la villa, ni como un viejo de uvas en el patio de atrás, ni como un gaucho reventado de tanto escaparse. Eso es otra cosa. Son dos mundos diferentes. Pero, ¿por qué gustan más aquellas que no identifican?. Simple, la gente que les da el éxito a las derrotas norteamericanas son los que, como los personajes de Kartun, desean ser otra cosa. Sueñan, en sus terrazas de cemento, con ser Superman o el Hombre Araña, y ven mucha más dignidad en la derrota estando en la lejanía. Allá ellos; es mirándolos que uno experimenta la verdadera catarsis aristotélica. Hasta pareciera que Kartun no ha inventado nada.

viernes, enero 27

Dramaturgia

En la misma revisión de papeles viejos (gracias a haber finalizado con mis trabajos pedagógicos para el profesorado en Letras - por eso mi ausencia -), una teoría sobre la producción y crítica de teatro. Pilar fundamental para comprender mis textos que apuntan a este objeto tan dilemático. Aparecido en una revista Arjé, se resignifica, al menos para mí, en la actualidad de la escritura.
Ensayo de Improvisación

“El drama es la realidad en que
atraparé la conciencia del Rey”
William Shakespeare.


Acto I. Escena primera.

Se abre el telón y...

Un hombre está sentado en su trono real. Un trono real formado de cadáveres humanos en descomposición perpetua. Cada vez que se lea esta línea esos cadáveres echarán ese olor a muerte. Penetrante. Último y principio.
El hombre mira hacia el frente. Se reconoce sentado en el mundo de tablas y telones. Su mundo. El único que conoce. El único que le es permitido conocer. Allí existe. Allí tiene su única y uniforme existencia. Y el hombre mira. Pensativo. Mira hacia un espectador que puede ser usted o puedo ser yo. El hombre mira. Fija su mirada. Intenta descubrirse en el juego milenario, en la batalla continua entre el personaje y el espectador, sintiendo la lucha interna entre el actor y el receptor de unas líneas configuradas hace tiempo. El hombre se siente. Se siente ser en ese personaje de rey y se descubre gozando de un papel que le ha tocado. Él es. Él es el funcionario de una catarsis, él es quien lleva sobre sus espaldas el peso infinito de echar a andar un andamiaje fijo. Porque está La Letra, están los paréntesis, hasta se logran ver, de pronto, las bastardillas de un texto más o menos riguroso, están también las notas a pie de pagina, las anotaciones al margen hechas por un antiguo lector. Pero por sobre todo está la incesante ausencia del resto, de lo no-dicho, de lo que se logra escapar de La Letra. Palabras que están tan figuradas como el mismo papel que las sostiene. Y el hombre, sentado en su trono real hecho de cadáveres, observa lo que sucede detrás de la cuarta pared, porque por más que se la niegue, allí está, impenetrable y a su vez tan fácil de traspasar. Sólo basta una lágrima, una miserable lágrima, por más interna que sea, para que el hechizo se rompa y las tablas y los telones de ese mundo de ese rey terminen por inundar la sala con esa podredumbre, con esa inmundicia que se quedará pegada en el otro.
El hombre mira. Realiza, según el guión, según La Letra escrita, el riguroso silencio. Ni un minuto más ni un minuto menos. El sol debe pasar por el agujero que ilumina su corona, es menester que antes cante el gallo para que él pueda, siquiera, pronunciar una letra. Y el hombre espera. Y el otro, el que observa, que puedo ser yo o puede ser usted, también se hace participe del misterio a develar. El hombre no habla pero en la cabeza del otro, de aquel que ya no tiene otro mundo que de las tablas y los telones, se comienza a vislumbrar La Letra que debería estar escrita, obviamente reglada. La Letra que debería seguir luego de un gran silencio. Sin embargo...
Sólo se huele el crimen. El maldito crimen que produce tantas muertes repetidas una y otra vez. La representación de el asesinato del arte en el arte. La tragedia en la tragedia, y como si nada. Está allí y no se la ve, porque pareciera que La Letra debería hablar de otra cosa. Poder, sí, envidia, también. Sexo... lujuria, ambición, reinados que no gobiernan, bufones que dicen la verdad, el mundo e un carnaval de mascaras serias... y el hombre, pese a todo, se silencia. Se silencia porque debe esperar el punto exacto en donde el olor de sus muertes ahogue al otro. Que perciba que allí existe el olor del dolor, y que no puede sentirse ajeno de él. Porque ese dolor es, también y casi sobre todo, el dolor que, si está dispuesto, lo acompañará de por vida. Es una cadena que deberá arrastrar, pesándole en el cuerpo y en la mente. La mente. ¿Qué pasará por la mente de ese rey en su trono de huesos y carne podrida? El perdón nunca fue su dios, el arrepentimiento jamás podrá llegarle a tiempo como para alcanzar las puertas del paraíso. Ese personaje, ese actor, este trono, pertenecen al infierno. Su ser es la traición y, debería decir La Letra, es la más perfecta de las traiciones. También debería decir en La Letra que no debe siquiera sospechar que puede, alguna vez, ser enjuiciado. Su alma no va a tener un juicio religioso, o si lo tiene no va a importar. Será el mismo otro quien lo condene para los siglos de los siglos, algunos, la mayoría, continuando una tradición oral que se impone como La Letra aprobada. Y, lamentablemente, así perdurará para siempre.

No-acto II. Escena única.

(Podría decir que este teatro habla de luchas de poderes y no estaría dando ninguna primicia. Lo sé. Por eso es mejor no decirlo. Entonces sería mejor borrar la primera oración de esta parte y empezar de nuevo... El personaje se mueve, pareciera que escucha mis pensamientos y me indica algo. ¿Qué querrá decirme? ¡Hablá! ¡Decí algo! No, el silencio. Y ahí es el poder. El poder del autor sobre la piel del personaje, el poder que se ejerce desde el adentro sobre el afuera y, lo peor, el poder que se respeta. Porque no deseo decir que exista una critica, sino más bien una no interpretación y un aceptamiento general de las reglas ya impuesta. ¿Y si hay silencio? ¿Cómo se puede interpretar? ¿Cuántos entenderían ese sistema? Se cree, igualmente, que el poder del que se habla es el del hombre particular, de los problemas de los hombres como individuos en una sociedad, pero actuando en solitario. Pues bien, pero habría que preguntarse por qué el contexto de La Historia. Pareciera que La Historia, lo pasado, permitiera hablar de sociedades corruptas, de reyes endemoniados, de negaciones homicidas. Y sin embargo, como se sabe, está el presente con el cual esa Historia debe hacer un contacto, una interrelación. Este tipo de teatro se sigue representando porque muestra caracteres humanos definidos, y porque a su vez se olvidan los otros, los secundarios. Y la pregunta sería: ¿qué tipo de critica se puede realizar, seriamente, al reino cuando es el mismo reino quien acepta esa critica? El lugar pareciera estar puesto para permitir una expresión de arte y a su vez mantenerla todavía en su poder. Entonces vuelvo a la primera línea borrada y digo que podría decir que este teatro habla de luchas de poderes. Retomo la idea y armo el párrafo. Ya no tengo que empezar de nuevo.)
El personaje se mueve frente a mí, que puedo ser el otro, como también puede serlo usted. Atención, va a hablar/actuar La Letra...

Acto III. Escena prevista.

El rey se mueve. Parece que dice algo pero sólo se acomoda los labios que están cansados de no decir nada más que La Letra y de hacer nada más que las bastardillas. El rey se transformaría en trono si es que en La Letra lo dijera o si, acaso, hubiera un espacio en blanco. Pero no, configurado por la escritura de un Autor, de un Dios de su mundo de tablas y telones, se le es prohibitivo no morir de otra forma que no sea aquella que le han escrito para él. El personaje representa un personaje, nada más. Su vida se desarrolla en un solo momento y es sólo en esas humildes y, quizás, terribles líneas que él puede, pudo y podrá hacerse llegar al otro. Y el otro, que puedo ser yo o usted, en este momento quizás ya no le importe, se siente capaz de hipotetizar sobre lo que él va a decir. Seguramente dirá que algo huele a podrido en el reino, vaya novedad: porque yo soy la podredumbre, yo soy el cuerpo de la descomposición. El fármaco que debe desaparecer como la mancha del pueblo. Yo soy el causante y su salvación. Yo... ¿acaso importa ya mi nombre? Soy esto y podría ser también aquello. Soy un ser revestido de características que rayan con lo universal, soy un personaje, un hijo más de una mente que funciona siempre a partir de una participación en aquella lucha eterna. ¿Cuántos podría ser y yo seguiría siendo el mismo ser? El ser que, dentro de un reducido mundo de tablas y telones, desemboca en la tragedia, en los llantos, en las lágrimas de terror. Yo soy lo muerto una y otra vez, lo inmortal de la muerte. Soy el doble asesino, el triple o el más asesino del mundo de las tablas y los telones. El poder, el afamado poder, el alimento sublime que supera al néctar de los dioses. El poder humano, el deseo irrefrenable de verse revestido en un atuendo real, en los nuevos trajes del emperador. Un poder que, como ellos, es invisible y deja ver, como si uno fuera desnudo, el alma que hay detrás del personaje, el tipo. Porque la genialidad de mi Dios se hace acción a partir de tipos definidos, de figuras repetidas una y otra vez. ¿La solución? Que sus hijos sean parte de un todo que los aglutina. Personajes de un mundo que puede, también, representarse dentro del mundo.
Y allí, la magia, la maravillosa escena de la unión de los mundos, de la subordinación falsa de los mundos opuestos por un telón. Me reiría si pudiera. Realmente disfrutaría si supiera que ustedes creen que lo que están viendo aquí es una fantasía y sólo una mera fantasía de la mente de uno, mi Dios. Quizás sí lo sea, no podría negarles esa miserable afirmación salvavidas, pero no todo lo es así, tan tajante, tan indivisible. La realidad es que la ficción es sólo una máscara más. La ficción es mi personaje, y el de todos los otros personajes. La ficción es lo que se ve, lo que se encuentra sin necesidad de buscar. Pero ¿y lo otro, lo que está allí con todas las pistas ocultas para ser encontrado. El error, señores, lo que se escapa del molde divino? Esta allí. Aquí, ahí nomás, frente a sus desinteresadas narices de espectadores. Lo que es realmente preocupante, lo que es en realidad un crimen, lo que es en realidad digno de la condena más fuerte, del castigo más supremo, es el que no se den cuenta, o peor, el que ni siquiera les interese. El olor del error está. El olor de lo subterráneo se huele como la mismísima muerte, pero usted, otro miserable, sólo se tapa la nariz y se la empolvorea con talcos perfumados. Y entonces el otro se remueve en la silla, mira el programa y busca desesperadamente encontrar el argumento de la obra. Ni siquiera habla de una escena semejante. Mientras tanto, el rey sigue en silencio en su trono de cadáveres.

Anti-acto IV. Escena actual.

(Y también podría decir que este teatro es violencia, es empuje descarado hacia el otro que no reacciona. Y eso sí lo voy a decir, porque me lo dicta La Letra. El teatro siempre ha sido provocación. Ya sea positiva como puramente física. Por lo menos alguna parte del hoy múltiple mundo de tablas y telones ha sido como una patada a la ingle en busca de alguna respuesta. Pero todo depende de qué patada sea; está aquella que sólo deja pensar en el dolor; está la otra que permite pensar en una respuesta, en un próximo paso a dar cuando el dolor, que ahora no lo es tanto, se escape. Y el universo, porque parece más conveniente hablar de un universo, se comienza a conformar con mundos que no sólo son de tablas y telones; comienzan a aparecer la vereda y la calle, las sábanas y el cerámico, el cemento y las múltiples luces y, aunque los mundos cambien y se multipliquen, sólo algunos deberían merecer denominarse propios del universo de las tablas. Los otros son extranjeros en un mundo que han usurpado. Son expansionistas en un mundo que no les es propio pero les es útil. Y sólo entonces, con las fuerzas de las presiones, caen las plumas y el cuerpo quedará desnudo, mientras que en otro lado que en realidad es el mismo, alguien utiliza las tablas y los telones para armar su propio castillo. Tablas y telones ahora son iguales a los cadáveres del trono. Son simples servicios para permitir que el rey se siente y controle, y mantenga a sus súbditos callados. Este mundo, el de allí arriba, se ha convertido en un espacio prostituido. Sólo quedará volver a los orígenes, a los pequeños espacios, a la búsqueda de lugares sin tantos relámpagos que deslumbren para poder apreciar, al menos por un tiempo corto, antes de que el mismo cerebro pida más explicaciones, antes de la búsqueda de los errores, de las rendijas por las cuales entrar a La Letra, digo, para poder apreciar antes que suceda todo eso, la desaparición de la cuarta pared.)
Mientras tanto, el rey sigue en silencio en su trono de cadáveres y el otro ya siente La Letra como propia...

Acto V. ¿Escena real?

¿Ser o no ser? ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Cuántas múltiples interpretaciones se han dado para estas cuatro palabras? ¿Alguna acaso tiene un acercamiento a lo que hoy pasa? ¿Ser o no ser?, ese es el dilema de un millar de personas alrededor del mundo. ¿Acaso un escriba no se pregunta eso, o un obrero, o un maestro? ¿Qué es ser? ¿Qué es no ser? Hoy por hoy se podrían contar con los dedos de una sola mano a las personas que en realidad son, porque vivimos rodeados de figuritas, de máscaras, de personajes que pretenden ser, pero que en realidad ni siquiera se pueden acordar de cómo era ese ser. El simular ha ganado el espacio de lo que se es. Simulando se es pero en función de otros que estimulan esa simulación porque la requieren vaya a una a saber por qué. La verdadera necesidad de ser que puede tener uno se aliena y desaparece en la máscara. Y, sin embargo, aun se puede ver en la sociedad una crítica hipócrita a la simulación que se descubre. Y, mientras tanto, otros simuladores, los que no son descubiertos, siguen sus vidas simulando ser. “¿Qué me importa?”, podría decir yo o usted. Pero no, allí están demostrando que el no ser, el simular ha ganado espacio. Son todos no siendo, son una sombra de lo que podría llamarse un individuo. Al final, uno desde las tablas parece estar observando un teatro del otro lado: si no miren a su alrededor, ¿cuántos de ustedes toman la expresión “salida cultural” como vestirse con las mejores ropas y pagar no sé cuanto dinero para que los otros miembros de la sociedad los puedan ver en un teatro y murmuren que eso está bien y que bien vestido está esta noche? El simular no se puede descubrir por otro, pero, cuando uno simula, internamente sabe por qué en realidad está simulando: no se siente tan seguro de ser como para ir tranquilo por la calle. Yo soy, no puedo negarlo. Soy una mierda de persona, pero al menos soy. Porque nadie cree en mis engaños, nadie en realidad cree que yo sea una buena persona. Ese es mi ser, para mí y para los otros, así lo ha escrito mi Dios. Es mi ser y no lo voy a negar. Puede que existan miles de actores diferentes que interpreten mi ser, pero todos ellos tendrán la obligación de saber que, a pesar de mi condición de secundario, soy lo fundamental de la obra. ¿Quién, si no, para planear las muertes? Por eso digo que poco importa el hecho de que me llame como me llamo. Mi nombre podría haber sido cualquier otro e igual hubiese surgido el efecto. Porque el nombre aquí es lo de menos. Soy un representante más de lo mi Dios quería demostrar en estas tragedias: no importa si eres bueno o malo, igual vas a morir con el peor de los sufrimientos. Vean para comprobar la muerte del loco, de aquel que se dice loco, de aquel que quedará en la historia como el mártir, el sufriente, mientras que yo, seguramente quedaré como el malparido, el peor de los asesinos. Pero ni siquiera eso me preocupa: la sangre es la ley y su derramamiento la escritura. Siempre estará el derrotero de plasma continua que va y viene por los pisos de las tablas aunque en realidad no se pueda ver, sólo quedará la percepción. El veneno de la sociedad está infectando sus mentes. Y esta sociedad de antaño, aunque sigan fingiendo, es la misma que la que ustedes pueden tener ahora. La analogía existe y es clara. Y es eso lo que se denominaría error, eso es lo que se llamaría podredumbre. ¿Cuántos de ustedes salen diciendo que lo bueno de la obra es el personaje principal, su sufrimiento, su desvarío fingido...? Y me pregunto: ¿cuán hipócrita puede ser su confesar cuando internamente anhelan haber entendido siquiera lo que él intentó decir, cuáles sus causas, sus móviles, su locura? ¡Yo! ¡Yo lo soy! Es a mí a quien deberían entender en relación con él. Y yo... yo lo hice. ¿Por qué? ¿Porque tenía ansias de un poder que me había sido negado? ¿Acaso son tan inocentes de pensar eso? Sí, otro, seguro que sí. Pues debo advertirte que te has convertido en uno más de los cadáveres de mi trono. Aquí está la cabeza, tu cabeza, en donde beberé a tragos tu dulce inocencia, o tu idiotez, o tu maldito ocultamiento. Eres parte del trono porque has atravesado esta falsa pared, has llegado hasta mí, y te has quedado conmigo, cuando en realidad es a mí a quien deberías haber poseído. Te digo, no hago lo que haré una y otra vez por el deseo sino por la obligación de verme sujeto a La Letra. ¿Y cuál es mi motivación? Pues el deseo, aquí sí el deseo, de demostrarte que mi muerte es ficticia. Que esto sólo podrá suceder en un mundo de tablas y telones. ¿Por qué? Porque ustedes, incrédulos, ni siquiera pueden ver lo que hay de realidad, de anacrónico en la representación. Sólo les bastaran los bufones para burlarse, con la verdad, de ustedes que ahora ya son cadáveres de este sistema.

Extra-acto VI. Escena foránea

El otro se revuelve. Allí el poder. No el poder dentro del mundo de las tablas y telones, sino el otro, el que lo supera, el que contamina lo que circunda. Ese poder sí está en la obra de su Dios. Pero ese poder es también La otra Letra, la catedrática, la que impone leer de tal o cual manera La Letra que se representará. No se habla de lo no-dicho, apegados al poder de la palabra no se atreven a leer entrelineas de las entrelineas. Estará, como el mismo rey, acodado por siempre en su trono de cadáveres, cadáveres que luego serán el otro asustado, que puedo ser yo o puede ser usted, el otro que no se atreverá jamás a ver otra cosa que no sea la que ya le dijeron; lo ya dicho entabla su cabeza y no dejará crecer jamás su mente. Y entonces el otro debería levantarse y agradecer el que el rey le haya gritado. Deberá agradecer haberse asustado con sus palabras que, quizás, hayan provocado y superado a Las Letras. Deberá agradecer, por lo tanto, el silencio. Sin embargo, aun todavía, queda La Letra, ella esta, existe. El rey mira hacia el otro mundo y dice...

Acto VII. Escena final

Rey: Tu teatro ha muerto. El teatro recién comienza a partir de mí.
... y telón.

jueves, enero 26

Tripas. (Chuck Palahniuk)

Este cuento salió publicado en el suplemento Radar, del diario Página/12. Me lo recomendaron y aquí queda. Es del escritor de el club de la pelea. Bon Appetit.


Tomen aire.
Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.
Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.
Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.
Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.
En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.
Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.
El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.
Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.
Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.
Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.
El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.
Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.
Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.
Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.
Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.
Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.
También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.
Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.
Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.
La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.
Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.
Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.
El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.
Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.
El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.
Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.
A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.
Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.
Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.
Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.
Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.
La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.
Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.
En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.
Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.
Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.
Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.
Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.
Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.
Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.
Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.
Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.
Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.
No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.
Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.
Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.
Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.
Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.
Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.
Ven contra lo que estoy luchando.
Si me dejo ir por un segundo, me destripo.
Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.
Si no nado, me ahogo.
Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.
Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.
Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.
Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.
No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.
Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.
Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.
Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.
Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.
Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.
Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.
Esa es nuestra zanahoria invisible.
Ustedes, tomen aire ahora.
Yo todavía no lo hice.

miércoles, enero 25

Narcolepsia


Cuento extraño y marginal. Parte de la idea de dar una historia marginal a uno de los personajes principales de la trilogía de Carnival. Sí, esa trilogía que tal vez hasta con ese nombre esté saliendo en breve de las redes rizomaticas de mi computadora personal.

“Síndrome caracterizado por ataques de sueño irresistible y recurrentes que aparecen en momentos inesperados e inoportunos. Suele ocurrir después de un brusco estallido emocional, aunque también puede iniciarse sin previo aviso o después de haber experimentado la percepción psíquica o sensorial de un ataque inminente (el aura). Es un sueño poco profundo, que no altera las necesidades normales de sueño. Las personas que tienen narcolepsia pueden sufrir a veces catalepsia, alteración emocional que produce la caída del paciente sin pérdida de conciencia.”
Enciclopedia Médica “El Doctor en su casa”.

Cuando el Francés se despierta esa mañana, después de un sueño agitado, se encuentra sobre su cama convertido en un mar de transpiración y mal olor. Está echado boca abajo y, al intentar levantarse, siente un dolor intenso en su espalda, la cual está más dura que de costumbre a causa de lo desgastado del colchón. Las cobijas apolilladas que lo cubren del frío de las sierras apenas se sostienen encima de él y sus brazos, ridículamente pequeños a comparación de lo grueso de sus piernas, yacen paralizados debajo de su cuerpo, imposibilitados de hacer cualquier tipo de movimiento, a pesar del cosquilleo molesto que los recorre.
- ¿Qué mierda pasó?
Definitivamente no es un sueño. La habitación, si bien algo pequeña, permanece tranquila encerrada entre las cuatro paredes que le resultan bastante conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encuentra extendido un envidiable muestrario de armas de fuego – el Francés es ladrón de Bancos – está colgado aquel afiche que imita la estética de la película “Tiempos violentos”. En él, una mujer morocha de corto pelo lacio aparece vestida sólo con un par de botas de cuero que le llegan hasta debajo de la rodilla, y se encuentra sentada, muy erguida, sobre una cama desarmada, metiéndose un pequeño y compacto subfusil M61 de fabricación checa entre sus piernas completamente abiertas, y mostrando, a su vez, un fabuloso par de tetas recubierto sólo con un poco de sangre falsa que le chorrea hasta el ombligo.
La mirada del Francés se dirige, luego, hacia la minúscula ventana, y una espesa neblina – no alcanza a ver, siquiera, el álamo deshojado que se encuentra fuera de la cabaña – le produce un cierto estado de melancolía.
- Bueno, - piensa - ¿qué pasaría si me quedara durmiendo un rato más?
Imposible. Está acostumbrado a dormir boca arriba y su situación actual no le permite, de ninguna manera, adoptar esa postura. Aunque se esfuerza por levantarse, una y otra vez sus extremidades no le responden y vuelve a caer en el hueco del colchón. Lo intenta un par de veces, cerrando los ojos para no sentir los aguijonazos que le recorren los brazos, para terminar cediendo a causa del dolor punzante que el movimiento le produce en la columna.
- Concha – piensa, - ¡Qué trabajo de mierda que tengo! Siempre de un lado para el otro. Siempre buscando lugares nuevos para poder afanar. Al final, el laburo de los chorros como yo es mucho más difícil que el de un almacenero. Por lo menos él siempre sabe dónde tiene que ir. En cambio yo, siempre de viaje. Siempre arriba o de un colectivo, o de un tren, o de un subte. Siempre intentando acordarse bien de las combinaciones, de los horarios, de los lugares. Acordarse y acostumbrarse a la cara de orto de los demás, que siempre te miran como si fueras un pedazo de mierda, a las comidas malas, si es que hay comida, a los amigos que nunca son amigos, a la familia que nunca termina de ser familia. Por mí, que se vaya todo a la reputísima madre que lo parió.
Siente en los testículos una leve picazón, mueve un poco las caderas e intenta rascarse con la parte de los dedos de la mano derecha que más cerca tiene de la zona molesta, pero desiste inmediatamente a causa del intenso dolor que le produce ese movimiento en la base de la columna.
- Esto de levantarse temprano – piensa, - te termina volviendo loco. El hombre tiene que dormir. Y dormir bien. Descansar. A veces pienso que otros tipos, que deben ser tan chorros como yo, la pasan fenómeno. Siempre ahí, sentaditos en las vidrieras de las confiterías más caras de la ciudad, con sus sacos y sus corbatas, tomándose algo, tan tranquilos, tan seguros de todo. A cualquier hora que paso siempre los encuentro en la misma posición. Pareciera que ese fuera su trabajo. Hablar y tomarse algo. Si le pidiera al Jefe que me dejara hacer lo mismo, seguro que viene y me rompe el culo a patadas. Pero, qué sé yo, quizá eso no sea tan malo. Podría dedicarme, por fin, a lo mío y nada más que a lo mío. Si no fuera por la vieja ya lo hubiera limpiado. Pero, no te apurés, Francés, que ya se te va a dar. Sabés bien que no te podés meter con ese tipo ahora porque lo sostiene gente pesada. Pero cuando pueda pagar todas las deudas de la vieja lo hago. Seguro que lo hago. Nadie va a sospechar de alguien como yo, y mucho menos una vez que tenga saldada las deudas. Bueno, dejemos de pensar en eso que hay que levantarse. Hay que estar listo a las nueve. – Y mira el despertador que está sobre la mesa de luz.
- Concha de la lora. – Piensa.
Las agujas del reloj marcan las nueve y treinta y cinco y siguen corriendo. Con razón en las otras camas ya no se ven los cuerpos de sus compañeros. “¿Habrá sonado? Desde la almohada se ve que la aguja plateada está puesta a las ocho y media y que, seguramente sonó a esa hora. Pero, ¿cómo pudo seguir durmiendo tan tranquilamente con ese ruido que hace temblar las paredes? No durmió tranquilo en toda la noche, de eso está seguro, aunque sí más profundamente que otras veces.
Mientras piensa en todo eso con gran rapidez, sin poder abandonar la cama – en ese momento el reloj marca las diez menos cuarto -, desde la cocina escucha que lo llaman.
- Francés – gritan ( es el Gordo), – son las diez menos cuarto, carajo, ¿te vas a levantar o no?
La voz del Gordo media inexplicablemente entre una agudez irritante y una gravedad sumamente aterradora. El Francés se asombra, al contestar, cuando escucha que su voz se oye mucho más afónica de lo normal, haciendo que las palabras se confundan y sueñen extrañas. Si bien tiene toda la intención de disculparse por su demora y de explicarles a sus compañeros la situación en la que se encuentra, prefiere contestar parcamente con un:
- Ya voy, ya voy.
No duda, en absoluto, que el cambio en su voz se debe, principalmente, a la gestación de algún tipo de gripe producida por el frío de ese otoño atípico para la zona. El Francés mira, como puede, hacia la puerta entreabierta que da a la cocina, añorando los días en que un simple estornudo era motivo suficiente como para que su vieja lo obligara a quedarse acobijado en la cama, tomándose cada dos horas un té con miel acompañado de un par de galletitas secas. Sin embargo, él sabe, concientemente, que aquellos momentos perfectos dejaron de existir hace demasiado tiempo, que ahora debe levantarse para reunirse con sus compañeros y escuchar, otra vez, las últimas indicaciones del Pelado, el líder de ese grupo y uno de los únicos “amigos” del Jefe. También sabe que, si tuviera otra vida, otra situación económica, que si no existiera sobre sus espaldas el peso de las lágrimas de la vieja, repitiéndole una y otra vez que la culpa no es suya, que la culpa de todo la tiene su padre, ese hijoputa que los abandonó dejándoles esas impagables deudas de juego que, ahora, él tiene que saldar haciendo ese tipo de trabajos que no quiere hacer, que si hubiera podido elegir otro trabajo – siempre quiso ser viajante de comercio –, se quedaría ahora en la cama, atornillado al colchón, dedicándose a pensar en todo aquello que esa mañana le pasara por la cabeza. Pero al instante se le viene a la mente el rostro del Jefe, ese rostro inexplicablemente joven para la edad que él sabe que tiene, con esos ojos achinados y esas cejas cargadas, esa sonrisa casi perfecta y esa barba eterna de tres días que acentúa, mucho más, su confianza en sí mismo. Porque el Francés sabe que, de quedarse recostado hasta el anochecer, su Jefe se llegará hasta la cabaña de las sierras conduciendo su auto importado, y que, acercándose hasta su cama, le preguntará qué fue lo que pasó, y por qué no fue a trabajar, justo ese día, en donde su presencia fue tan indispensable. Luego, el Jefe le reprochará su mal desempeño en los últimos meses, como así también la insensibilidad de no conmoverse con los llantos ahogados de su madre, para luego concluir asegurando que, de seguir así la situación, tendría que tomar medidas extremas que él, jurará colocándose una mano en el pecho, no desearía tomar.
“No hay que quedarse en la cama al pedo, piensa mientras que se desprende, como puede, del colchón, activando de a poco los músculos dormidos de sus brazos. Sale en calzoncillos – siempre duerme con ellos – y se encuentra, afuera de la habitación, con el Gordo y el resto de sus compañeros que están compartiendo una ronde da mete amargo y unas últimas galletitas sin sal. Sobre la única mesa hay un plano del lugar extendido – el mismo plano que revisaron, una y otra vez, durante toda esa semana –, sostenido en sus puntas por cuatro piedras deformes.
- Por fin, - dice irónicamente el Gordo, vestido ya con su infaltable remera blanca, - apurate, ¿querés?, que se nos va a hacer tarde.
El Francés rechaza en silencio el mate que le ofrece Francisco, el más joven del grupo, y entra al baño a lavarse la cara y orinar. Mientras se baja los calzoncillos se mira la cara en el minúsculo espejo que cuelga sobre el lavamanos. Se encuentra más ojeroso que de costumbre y la barba crecida en el mentón no lo favorece para nada. Se acerca al inodoro manchado con orín y excremento de alguno – o algunos – de sus compañeros y afloja su vejiga, que no tarda nada en vaciarse y deshinchar su vientre, dejando oír en él unos ruidos extraños. “Colitis”, piensa y se queda sentado a la espera que de su cuerpo salga alguna otra excreción. Mientras tanto, mira hacia los costados y descubre una mancha negruzca sobre una de las baldosas poco iluminadas con la luz del foco de cuarenta que está sobre el espejo del lavamanos. Observando más detenidamente advierte que se trata de una cucaracha aplastada, a la cual se le mueve, aún alguna de las patas traseras, haciendo que todo su cuerpo se estremezca, agonizante, frente a él.
- Raro. En esta zona no hay cucarachas. – Piensa, recordando su ciudad, en donde estos insectos pululan por todos lados, demostrando a cada paso su gran capacidad para obtener los tamaños y colores más disímiles.
Desde afuera vuelve a surgir el grito del Gordo, diciéndole, otra vez, que se apure, que deje la paja para la vuelta. El Francés se levanta subiéndose los calzoncillos y tira de la cadena sin haber podido deshacerse del dolor de estómago que, ahora, le punza más profundamente.
Cuando por fin sale del baño, el Pelado repite, por última vez, las indicaciones del robo. Todos ellos, menos Francisco, deberían entrar al Banco cargando, cada uno, un arma de bajo calibre. Según lo estudiado, no habría necesidad de más, ya que no sería difícil reducir al guardia de seguridad que custodiaba la única puerta del edificio, un viejo destruido por la artritis, que sólo mantenía el puesto por haber logrado, a tiempo, un convenio con el Intendente. El Gordo y Molina irían a las cajas y pedirían el dinero, el Francés se quedaría en la puerta, intimidando a todo aquel que quisiera hacerse el héroe, mientras que el Pelado se dirigiría hasta la oficina del gerente y le exigiría la entrega de todo lo que hubiese en las cajas fuertes.
Todos saben, tanto de un lado como del otro, que el dinero del Banco está asegurado por la Nación y que no es necesario correr ningún tipo de riesgo en un asalto. “Como ya dijimos, es preferible que no corra sangre, - afirma el Pelado – aunque, de acuerdo a lo que me dijo el Jefe, está permitido que se den algunos golpes a los que hagan quilombo.
Terminada la explicación, Molina mira el reloj y avisa que son diez y media y que, entre el viaje y los preparativos, se llegará al lugar recién a las once en punto, eso contando que la ruta estuviera medianamente transitable.
- Vamos yendo. – Ordena, por fin, el Pelado y el grupo de varones va hasta la habitación a terminar de vestirse y agarrar, cada uno, el arma que le corresponde. Hubieran preferido tener trajes y corbatas negros para todos, y de ese modo parecerse a los personajes de “Perros de la calle”. Pero también saben que eso es sólo una película que demuestra que la estética se cuida mucho más en las producciones módicas, y que, ellos, están viviendo en un mundo y un país real, en donde sólo se puede conseguir cinco pasamontañas de colores diferentes para cubrirse los rostros. Después de asegurarse que todo esté en su correcto orden, los hombres comienzan a caminar hacia la salida de la cabaña, donde los espera la camioneta trafic blanca que va a manejar Molina hasta la puerta del Banco. El Francés mira, antes de entrar, el paisaje nublado que lo rodea, y el frío que le recorre el cuerpo le hace sentir, más aún, el dolor de estómago que lo viene aquejando desde esa mañana. Ya en la ruta, los compañeros van en silencio, mirando, casi todos, al frente, observando que todo el lugar presenta una calma extrañamente placentera. En la parte de atrás, el Gordo se mantiene ocupado lustrando su calibre treinta y ocho, mientras que Francisco recita, en voz baja, los versos del Padrenuestro y el Francés se prende un cigarrillo negro, llenando el coche con un humo molesto y maloliente. A pesar de eso, nadie dice nada, ni siquiera el Gordo, que simplemente lo mira y le sonríe falsamente sin mostrarle sus dientes.
El cigarrillo no ayuda, en nada, a tranquilizar al Francés. Desde su estómago vuelven a surgir ruidos molestos que hacen que Francisco deje de rezar su tercera oración para preguntarle si se encuentra bien.
- No, me siento para la mierda – responde y se agarra el vientre. - ¿Te puedo pedir un favor?
- ¿Cuál?
- ¿Por qué no vas vos para adentro del Banco y yo me quedo en la camioneta? No sé si voy a aguantar la presión. Además, que entre o me quede afuera es lo mismo.
- ¿No habrá problema?
- No creo. – Y alza la voz para preguntarle al Pelado, que está en el asiento del acompañante, si hay alguna posibilidad de cambiar los lugares. El “amigo” del Jefe lo mira de reojo y le pregunta el motivo de la necesidad imperiosa de cambiar el plan a último momento. Su voz, entre molesta e irónica, sale de su garganta aguijoneando la responsabilidad endeble del Francés. Luego de explicarle las razones y viendo que, en definitiva, el intercambio no afecta en casi nada la marcha del asalto –no por casualidad se le había dejado ese puesto secundario al Francés –, el Pelado dice que no hay problema, siempre y cuando se comprometa cada uno a cumplir, de manera superior, el trabajo del otro. Ambos responden, casi al unísono, que no se preocupen, que todo va a salir de acuerdo a lo estudiado.
- Por fin vamos a ser tomos hombrecitos adentro del Banco. – Dice el Gordo sin dejar de mirar su arma cada vez más brillosa. El Francés no le responde, saca de su campera el paquete de cigarrillos, extrae uno y lo enciende. El dolor de estómago vuelve, pero ahora le presta mucha menos atención.
Una vez en el Banco, ven que éste no ha cambiado ni de lugar ni de condición, sigue tan vacío como de costumbre, al igual que la avenida principal de esa ciudad alejada del mundo – un bulevar sobre el cual, los vecinos plantaron una serie de árboles, ahora secos, y, la Municipalidad colocó un par de postes de luz amarilla –. El grupo de compañeros baja de la camioneta intentando no levantar sospechas a los pocos clientes que están en el edificio, una vez afuera, Molina se acerca hasta el Francés y le dice que, cualquier cosa, toque un par de bocinazos, que iba a estar en las cajas así que, seguramente, escucharía. El Francés le asegura que no va a pasar nada, que vaya tranquilo, mientras que apaga el cigarrillo con la punta del zapato.
- Bueno, - dice el Pelado, - vamos. – Y se pone en marcha, seguido de cerca por el Gordo y Molina. Francisco, más atrás, se da vuelta para saludar al Francés, que le responde el saludo con una sonrisa, mientras que los ve cruzar la calle y entrar al Banco de a uno. El último en entrar es el Pelado, que mira hacia la camioneta y no produce ningún gesto, sin duda hablará, después, de su comportamiento en las situaciones límites ante el Jefe, a lo que éste responderá, agradeciéndole el dato, mandando a alguien, seguramente al Gordo, para enseñarle un poco de lo que es el compromiso laboral. Pero a él, eso, en realidad, ya no le preocupa. Prefiere seguir atento a la calle y a la puerta del Banco, observando que nadie se acerque.
De pronto una nena, parecida a una pequeña Mia Wallace, se acerca hasta la camioneta, luciendo un vestido negro y sosteniendo entre sus pequeños dedos un inmenso globo rojo. ¿Qué estás haciendo? Nada. Responde el Francés. Espero a unos amigos. ¿Te gusta mi globo? Le pregunta la nena acercándolo hasta él. Es muy lindo, ¿dónde lo compraste? El Francés vuelve enseguida a mirar la puerta del Banco que, aún, se mantiene cerrada, impidiendo que los gritos de sus compañeros salgan al exterior. No sé, me lo regalaron, pero es muy lindo, ¿no? Sí, es muy lindo. El Francés comienza a sentirse mal de nuevo, agregando, a su dolor de estómago, una intranquilidad mental causada por ese silencio excesivo que lo devora de a poco. ¿Y tus papis donde están?, pregunta al ver que la pequeña Mia Wallace no sólo no se retira de su lado sino que, además, comienza a mirar detenidamente hacia el Banco. No sé, por ahí deben andar. Contesta señalando para cualquier lado. Un ruido extraño, un ruido que desentona dentro de ese silencio, hace que el Francés levante la vista sin dejar de escuchar que la nena le sigue hablando del globo rojo. Mira desesperadamente hacia ambos lados de la avenida, que ahora se ve mucho más larga de lo normal, y que parece conectar no sólo barrios, sino ciudades y hasta países. El ruido, que deja de ser extraño para pasar a ser enemigo, se conjuga de pronto con el titilar azul y rojo de un grupo incontable de patrulleros federales que se acercan a toda velocidad desde la ruta que, sólo hace un momento, él recorrió con sus compañeros. La alarma, piensa, tocaron la alarma y dirige su mirada hacia el lado opuesto del bulevar, alcanzando ver cómo un segundo grupo de autos policiales se vienen acercando a la misma velocidad que los anteriores, cortando toda posibilidad de escapatoria. El Francés intenta cruzar la calle y avisarle a los demás de la situación en la que se encuentran, pretende tocar la bocina, alertarlos, pero se mantiene, petrificado, en el lugar, sintiendo que sus ojos, desorbitadamente abiertos, se van llenando de lágrimas, viento y frío, mientras que el incontable número de automóviles federales rodea rápidamente el edificio. Tirate al piso, nena, ordena, y quedate quieta, por favor. Cuando comienzan a salir los oficiales de los autos, se agacha y abraza a la pequeña Mia Wallace como si quisiera, y pudiera, protegerla de eso que ni él sabe muy bien cómo puede resultar. Cuidado con mi globo, dice ella. Tranquila. Va a estar todo bien.
- Salgan. Están rodeados.

II

Cuando el Francés se despierta de su profundo sueño, similar a una perdida de conocimiento, se encuentra tirado, apoyado sobre una de las ruedas traseras de la camioneta, orientado aún hacia la puerta del Banco. Desde esa posición, puede ver cómo un grupo de oficiales de la policía federal retiran del edificio a sus compañeros, a los cuales le extrajeron los pasamontañas, permitiendo que la poca gente del lugar que se acercó a ver el operativo pueda reconocer sus rostros y guardarlos en sus memorias. Mientras se incorpora con dificultad, intenta descubrir a la niña del globo dentro de la multitud de uniformados. Apoya su espalda contra el vehículo y vuelve a sentir, otra vez, el malestar estomacal que le viene aquejando desde esa mañana, sin embargo, esto no le impide descubrir la expresión tranquila del Pelado cuando sube al patrullero que, sin duda, lo llevará hasta la comisaría más cercana.
- Puta – piensa, - ¿qué mierda me pasó? Yo había controlado esto. No puede ser que justo hoy me haya vuelto. Debe haber sido a tensión. Bueno, que se jodan, yo les avisé que no me sentía bien, que había que dejarlo para otro día. No es culpa mía, es culpa de ellos que no me quisieron escuchar. Al fin y al cabo, prefirieron cumplir con los horarios del Jefe antes de querer hacer bien las cosas.
Algunos patrulleros encienden sus luces bicolores y se marchan, despacio, con dirección a la ruta. Otros, la cantidad necesaria como para poder manejar tranquilamente a los cuatro delincuentes, se posicionan de manera tal que cada uno de los asaltantes sea destinado a un calabozo distinto, hasta el día en que el Juez a cargo de la futura causa los cite a declarar a todos juntos.
- Para esto sí sirve la justicia – piensa, - para encerrar a tipos como estos que son unos pobres pelotudos mandados por otros. ¿Cuánto que al Jefe no lo tocan nunca? ¿Qué lo van a tocar si tiene a media policía agarrada de las bolas? En cambio a nosotros, que somos unos simples ladrones por encargo, si nos enganchan, tenemos que comernos no sé cuantos años en el pozo. Pobre Molina, mirá la cara que tiene. Ni siquiera mira para acá. Debe pensar como el Pelado, que a mí ya me agarraron antes. Me tendría que haber quedado en la cama, hubiera sido lo mejor para todos. Menos para mí, que seguramente hubiera tenido que aguantarme las puteadas del Jefe amenazándome con apretar a la vieja para que yo vuelva a laburar como antes. Pero antes era distinto, antes uno, si se dedicaba al robo, era porque no quería trabajar, ahora es porque no puede trabajar. Y se aprovechan de eso. Todos se aprovechan, menos los pobres tipos como yo que no tienen otra salida que afiliarse a alguna banda y seguir órdenes de otros. Porque siempre son otros los que dan las órdenes, si no es el Jefe es el Pelado, si no es el Pelado es el Gordo, todos pueden dar órdenes, pero cuando yo dije que era mejor dejarlo todo para después, no me hicieron caso, era una cuestión de presentimientos, el día estaba mal parido desde el principio.
El Francés corta su proceso de autoconvencimiento cuando ve salir del Banco, escoltado por dos hombres armados que le apuntan a la cabeza, a Francisco, intentando, con todas sus fuerzas, sostenerse en pie. El rostro del muchacho está lleno de transpiración, vergüenza y lágrimas y su paso es el de un hombre ya anciano, agotado por la vida. Seguramente se siente responsable de lo sucedido, piensa el Francés, mientras que surge en él una necesidad intensa de cruzar el bulevar y confiarle la verdad, de decirle que no se haga problema, que siendo menor de edad no lo pueden retener mucho tiempo en la institución reformadora. Pero él sabe que, en una situación como esa, los sentimientos deben desaparecerse si aquel a quien capturan no pertenece a la misma sangre. La cuestión de honor, si es que alguna vez tuvo algo parecido, no es obligación suficiente como para ponerse al descubierto y dejarse atrapar. Además, creé sospechar que la verdadera causa de aquella angustia no proviene de la captura, sino de las imposibilidades que ésta le va a traer en su soñada carrera eclesiástica, aún en ese momento, donde la fe cristiana acepta cualquier tipo de pago.
- ¡Pobre! – piensa, - pensar que parece tan buen pibe. Lástima que se le haya ocurrido meterse en el Seminario. Ahí le van a lavar la cabeza. No digo que no haya necesidad de curas, es como dice el Jefe, nunca hay buenos si no hay malos, pero, hoy por hoy, todo es tan relativo que hasta los creyentes desconfían, alguna vez, en sus propias creaciones. Pero, como dice la vieja, “en algo hay que creer”, aunque si vamos a los hechos, ella creyó en mi viejo y mirá cómo quedó. Arruinada. No, arruinada sólo, no. Arruinada y arruinadora. Pero, ¿qué le voy a hacer? No la puedo dejar en banda justo ahora que puedo llegar a conseguir algo más de plata si me sale lo del viaje al Sur. Eso va a estar bueno, muy bueno. Irme al Sur, a laburar los campos, si el Jefe quiere que le pague, yo le pago. Le mando la guita por correo y se va todo al carajo. Si la vieja quiere, que me acompañe, así no extraña. Salvo que por le frío se acobarde, pero ¿qué se va a acobardar?, si es una fiera la vieja. Ojalá salga, ojalá. Así de una buena vez por todas puedo empezar a tener una vida que sea sólo mía.
Enfrente de las puertas del Banco sólo quedan un par de patrulleros y algunos policías que mantienen su postura rígida frente a la situación por más que ya no haya ningún tipo de peligro y que las cámaras de televisión no hayan aparecido. El Francés revisa los bolsillos de la campera intentando encontrar su paquete de cigarrillos negros y su encendedor. No pudiendo encontrarlos en ninguno de ellos, ni siquiera en el bolsillo interno, registra con la mirada en el asfalto, agachándose, luego, para buscar debajo de la camioneta, donde, finalmente, los halla. El paquete a medio terminar está sobre una pequeña mancha de aceite, goteada del motor del vehículo, y el encendedor de cincuenta centavos descansa a pocos milímetros de una de las ruedas delanteras. Estira el brazo preguntándose cómo fue que llegaron allí, si él apenas había caído unos segundos, o al menos así lo podía recordar. Una vez que los tiene a ambos en la mano, se levanta del piso, saca un cigarrillo y lo enciende, al mismo tiempo que desde el Banco un trío de oficiales más bien fornidos empuja al Gordo hasta la patrulla que ya tiene la puerta trasera abierta.
- ¡Eh! – grita el Gordo. - ¡Hijo de puta!
El Francés levanta la vista descubriendo que es a él a quien su compañero está puteando. No advirtió a tiempo que el fuego de su encendedor – una llama de unos tres centímetros – hizo que el Gordo descubriera su presencia en el lugar, hasta el momento anónima hasta para los federales. Sus ojos vuelven a desorbitarse, el cigarrillo encendido cae de sus labios, ahora temblorosos, mientras que los hombres que retienen al recién salido hacen un esfuerzo mayor para que éste no se libere de las esposas.
- ¡Te voy a matar! ¡Traidor hijo de puta! ¡Te voy a matar!
Los policías que estaban, hasta ese momento, tranquilamente en sus coches patrullas, empiezan a observarlo, haciéndose señas entre ellos para que, alguno, vaya a interrogarlo. El Gordo, mientras tanto, recibe un par de golpes en los riñones que lo hacen caer de rodillas, y lo obligan a callarse la boca. Pero, el Francés, no puede ver esto. Él, en ese momento, está dando vuelta a la camioneta, internándose en uno de los patios frondosos de las casas ubicadas frente al Banco. Casas de fin de semana, de veraneo, en donde no habita nadie en esos días fríos del año, pero que, sin embargo, tienen laberínticas medianeras hechas de hiedras y alambres que confunden al extranjero. Que lo pierden mientras corre, olvidando el dolor de su rodilla izquierda, buscando desesperadamente una escapatoria, una salida que le permita huir de la voz de su compañero que grita, amenazándolo, produciendo ecos entre los ruidos, cada vez más cercanos, de los disparos de un arma oficial. El Francés pasa jardines y jardines, espacios que le son desconocidos, orientándose, como puede, para intentar llegar hasta su refugio en las montañas, y dejar de oír aquella voz que lo atormenta. Aquella voz que media inexplicablemente entre una agudez irritante y una gravedad sumamente aterradora. Aquella voz que antes fue la que lo sacó de la cama, produciendo, inconscientemente, las desgracias de ese día, y que ahora es la que pretende resarcir sus errores por medios, sin duda, asesinos. Mientras corre y corre, el Francés se va descubriendo cada vez más encerrado en una maraña de plantas y hojas que le imposibilitan alejarse de la respiración entrecortada de ése que lo persigue. De pronto, llega a un patio circular adornado en el medio con un delicado bebedero de mármol blanco del cual brota, parcamente, un hilo de agua transparente. Seguidamente, entra también en él su cazador, el Gordo, con el rostro deformado por la agitación. Vení para acá, hijo de puta, grita, mientras que el Francés da vueltas en círculo, rodeando el bebedero, sin advertir que sus gritos y corridas atraen a un enorme perro blanco, que, luego de ladrar amenazador, se abalanza sobre él. El Francés cae al suelo, inconsciente, mientras que por sus ojos sólo pasa la enorme cara de su compañero que, sin mover los labios, repite una vez más.
- Te voy a matar. Traidor.

III.

Una cabaña a la orilla de un lago del Sur, rodeada por un bosque de árboles perennes, a la cual el Francés se dirige cargando sólo una minúscula mochila en donde lleva lo mínimo y necesario como para subsistir hasta que lo vengan a buscar. Retirarse de todo, comenzar una nueva vida, se dice, mientras golpea la puerta de entrada y es atendido por dos amables ancianos que parecen salidos de un cuento de hadas. Adentro, un pequeño hogar calienta el modesto salón de estar en donde duerme, sobre una alfombra, un perro viejo. Una escalera de madera lo dirige hacia su habitación, en el altillo, preparada especialmente para que pueda tener un poco de intimidad, le asegura la vieja. Ni bien abre la puerta, mirando hacia atrás a la pareja de abuelos que le sonríen complacidos de su llegada, una enorme mano enguantada en cuero lo arrastra hacia un espacio caluroso, repleto de carbón y suciedad, en donde sólo se pueden oír los gritos de un grupo de herreros deformadamente flacos que, engrillados entre ellos, golpean con gigantes martillos sobre yunques vacíos. Los chispazos de los golpes no lo dejan ver cuando el terrible verdugo se abalanza sobre él, quitándole la ropa y arrojándolo con fuerza hasta un lugar alejado, en donde sólo tiene como consuelo la presencia de un minúsculo ventiluz que da al lago. No percibe el tiempo que pasa sino sólo en la delgadez de sus músculos que, ahora, presentan una cierta simetría, uniformando el antes desigual ancho de sus piernas y brazos. De tanto en tanto siente, detrás suyo, la presencia imponente del verdugo que amenaza con cruzarle la espalda de un latigazo si no apura el trabajo que él intenta comprender. Mientras observa sus manos ensangrentadas y manchadas, al igual que todo su cuerpo desnudo, con el color azabache del carbón, escucha, proveniente del lago, el sonido de un chapoteo armonioso que le hace estirar el cuello hasta la abertura que tiene sobre su cabeza. En la superficie del agua, se levanta una enorme sierpe que, acompasadamente, se acerca hasta la orilla, trayendo, sobre su lomo escamoso, a una ya madura Mia Wallace, que, sin decirle nada, lo invita a salir de su encierro y acompañarla en su viaje. El Francés, sin pensar en las posibles consecuencias que puede llegar a tener su huida, comienza a correr por entre los montículos de carbón, escapándose de los chasquidos del látigo y de los gritos de aquellos sufrientes que, pasivamente, seguirán esperando su turno para morir. Una vez fuera de la cabaña, se apresura a llegar hasta la mujer, la que, con una sonrisa, le tiende la mano para que él pueda subir, también, encima de la joroba del reptil. Luego, escuchando los insultos de los ancianos, se alejan de todo, dirigiéndose, en una marcha lenta, hacia el lugar en donde el Francés podrá, por fin, echarse a descansar.
Cuando El Francés se despierta, esa noche, siente su cuerpo entumecido, atacado constantemente por frías corrientes nerviosas que impiden dejar de temblar y castañear sus dientes. La grave herida que tiene en la pierna, no mucho mayor a los profundos rasguños que muestra en sus brazos, lo imposibilitan a realizar cualquier tipo de movimiento. Mirando hacia los costados se descubre a sí mismo en la misma cama en la que, esa mañana, había intentado, por todos los medios posibles, permanecer. Sobre la pared aún cuelga el afiche, ahora balanceado, de vez en cuando, por la corriente de aire que llega desde el exterior. “Debo haber dejado la puerta abierta”, especula y levanta la cabeza intentando ver si eso es cierto, pero un dolor intenso en su columna lo hace volver a su posición normal.
Sobre el piso de madera, se esparce lentamente un gran charco de la sangre que brota de su cuerpo, manchando las cobijas, las sábanas y el colchón. El Francés, entumecido, sólo puede oír el goteo, lento pero continuo, y sentir cómo, de a poco, los temblores se hacen cada vez más periódicos. Haciendo un esfuerzo supremo, mueve la espalda, aguantando el dolor, hasta colocar su cabeza en la almohada, para de ese modo poder ver hacia la ventana y descubrir que afuera ya está anocheciendo. Aparentemente, imagina, tardó bastante en llegar hasta la cabaña. En el plan estaba predicho que llegarían en veinte minutos o menos, pero no contaron con la posibilidad de tener que hacer ese trayecto a pie. El Francés observa sus zapatillas, desgarradas y sucias, que aun sostienen dentro un par de extremidades deformadas por la corrida y los tropezones. No sabe muy bien cómo fue que encontró el camino, pero tiene conciencia clara que, al menos ahora, se puede considerar a salvo.
- Concha – piensa, – estoy hecho mierda. Pero al menos estoy seguro acá, a no ser que alguno de los otros hable y diga dónde está la cabaña. Pero no, no son buchones, ninguno de los hombres que el Jefe lo es, por eso los contrata.
Levanta la vista hasta el afiche que, ahora, se mantiene quieto sobre su clavo oxidado. La mujer permanece, aún, con su pequeño y compacto subfusil M61 de fabricación checa entre las piernas, con la única diferencia que al Francés le parece ver que ella le guiña un ojo.
- Mierda – piensa – ojalá pudiera tener una mina así. Una mina que se deje, que quiera guerra pero siempre conmigo. Una mina que yo pueda llevar a pasear por allá, por la ciudad, y que me acompañe siempre a todos los lugares que vaya. Con una mina así seguro que me tratarían con más respeto. Con mucho más respeto. Hasta la vieja se pondría contenta. Pero, bueno, las minas así siempre están con otros, con los tipos como el Jefe, que una vez me dijo que él se parecía a un tal Liroy Braun, el chico más malo de la cuadra, y que por eso las tenía a todas atrás de él. Seguramente él puede pedir que le hagan cosas y no pagarles nada. En cambio yo, tengo que pagarle diez pesos a la Carla para que me tire la goma. Y encima lo hace con desgano. Pero es la única que me gusta, porque, vista con buenos ojos, se parece un poco a la de la foto, o mejor todavía, se parece a la mina de la película. Pero bueno, por más que remes, Francés, no te vas a poder curtir nunca una hembra como esa. A lo sumo la podrás ver en alguna porno y echarte una paja, imaginando que ese culo es sólo para vos. Nada más. Hablando de eso, podría hacerle caso al Gordo y tocarme un poco. Total, ya volví. Estoy en la cabaña, como dijimos que íbamos a hacer. Que no estén ellos no implica nada. Y bueno, que se vaya todo a la mierda...
El Francés apoya la mano dolorida sobre su ingle y comienza a manosear su miembro, mirando detenidamente la foto de la mujer. Con cada movimiento su cuerpo se va acrecentando, hinchando, haciendo, a su vez, que de su boca salgan ahogados gemidos que conjugan el placer con el dolor. Sus ojos se comienzan a llenar, nuevamente, de lágrimas, pero no se detiene, sino que aumenta la velocidad de sus golpes, logrando, por fin, que una sensación agradable lo vaya colmando. Con la llegada de la oscuridad total, el vientre ensangrentado del Francés es salpicado con un chorro de semen blanco, al mismo tiempo que desde la garganta afónica surge un último suspiro. Luego, la habitación queda en silencio, la gotera se detiene definitivamente, y apenas se pueden oír los pasos veloces de la cucaracha que, repuesta ya, logra salir del baño y encaminarse, arrastrando la parte del cuerpo que tiene aplastada, hasta su nido, debajo de la cama del Francés.

Pescado podrido

Lo que sigue a continuación es una crítica realizada a La moral de las cucarachas, texto que aparece en Kilometro 32. La misma viene escrita de mano del crítico y publicista de poesía bahiense conocido como Mauro "paquirro" López (http://www.lacarota.blogspot.com/). Un texto que marca deficiencias reales, propias de una escritura, por llamarla de algún modo, velóz...

Claudio: felicitaciones por kilómetro 32! Es excelente! Aplausos y mas aplausos. Leí (hasta ahora) la moral de las cucarachas, por cuestión de tiempo nomás. Me encanto la forma en que profundizas la línea que divide los sexos, las personas y las sociedades en un ámbito marginal. Llevo a mi imaginación de la mano durante todo el relato, me sentí perfectamente leyendo, pude imaginar la crudeza de la situación barrial, que no llega a ser despiadada, sino cruda y real. Hay una sola parte que cae un poquito que te la transcribo a continuación:
“Porque siguiendo al carnicero estuvo el verdulero, el huevero, el hielero, y hasta el pescador, que era más bien un visitante semanal que pasaba, con su carro frigorífico, religiosamente todos los martes a dejarle a mi familia, o a la familia de mi madre, medio kilo de gatuzo invendible.”
En este punto creo que la imaginación te trajo un problema: el que la miseria sea tal que traigan únicamente medio kilo de pescado podrido “invendible”: a la morocha me la imagino aprovechando las cosas, las pocas oportunidades que tiene, pero no me la imagino una miserable al punto de ser una escuálida sucia, porque sino contrastaría con la idea de dignidad del personaje que no coje sino que hace turcas. Por otra parte creo que es un punto interesante para permitir imaginar a la familia: creo que si en vez de “medio kilo” fueran “varios kilos” valeria imaginarse a la madre recuperando las partes buenas, cortando, seleccionando, trabajando para sacar de cada pescado una miserable feta. Incluso vale también la idea de imaginar ¿cuántos días estarían comiendo pescado estos tipos? ¿lo comerían hasta después de dos o tres días que el pescado estaría aun mas podrido? Hasta ese tipo de preguntas me llevo durante el texto.
Es una simple critica constructiva. Creo que el texto esta lleno de ideas y todas están (bue, lo digo) perfectamente alcanzadas(jaja, como pesa perfectamente!, pero realmente me encanto!) .
Voy a seguir leyendo. Ah! Me olvidaba! Recién paso tu vieja por la puerta del negocio...iba llorando...

lunes, enero 23

OPUS2


Luego de revisar y revisar mi máquina he encontrado este texto. Para que no se encuentren desprevenidos, debo decir que lo que sigue a continuación resulta ser mi opera prima, mi primer texto escrito. Por ende, esto parece ser más una rememoranza que otra cosa. Espero que lo disfrunten.
LO QUE ELLOS NO SABIAN

Esta historia la escribí porque en este momento no tengo otra cosa que hacer, no es una novela rosa, ni un relato de terror; esta historia es solamente una historia...

...y mar adentro se veía una barca, en ella estaba Pascal, el joven pescador. Debía estar buscando perlas dentro de los tiburones negros, como siempre, desde hacía ya unos buenos quince años...

Pero para que ustedes entiendan bien esta historia, que solo es una historia, debo contarles lo que paso anteriormente:
Todo comenzó cuando Pascal se puso de novio con la bella Andalía, una joven voluminosa, de anchas caderas y de unos impactantes pechos, además de tener un corazón de oro macizo, aunque solo lo demostrara con Pascal, y no siempre.
Lo que Andalía no sabía era que su amado no era del todo santo, ya que en una ocasión había hecho el amor con su prima, la ya no tan joven Rosaura; había pasado sin querer en un médano donde Pascal le había confesado a ella su locura por Andalía. Pienso que Rosaura le ofreció su cuerpo para que este no sólo aprendiera de la experiencia de una prostituta, sino también para saciar el deseo de tenerlo para ella.
Lo que ellos no sabían era que, Ismaela, la hija de Rosaura los había visto en ese acto, que se puede titular como amoroso, y pensaba contárselo a Andalía, aunque no para que lo dejara y lo olvidara sino para que lo cuidara y protegiera de su madre que, aunque sólo fuera para tenerlo como un adorno, quería robarle a Pascal.
Lo que Ismaela no sabía era que Loreno, hermano de Pascal, no dejaría que contara nada, ya que pensaba que lo que había visto lo usaría para arruinarle la vida a Pascal, y aunque jamás la lastimaría, intentaría, por lo menos, tomarlo por el lado del amor que ella le inspiraba.

El tiempo pasó y mientras que Ismaela y Loreno tenían cada día más encontronazos, aunque no siempre del tipo pelea, y Rosaura seguía con sus aproximaciones eróticas a toda persona; Pascal y Andalía llevaban un rumbo cada vez más romántico.
¿Cómo puede ser que habiendo pasado lo que había pasado ella no lo hubiera dejado? Pues simple, lo que ustedes no saben es que Pascal ya le contó lo que había pasado a Andalía y como ella había hecho lo mismo con la misma persona (Rosaura era muy hábil) lo dejaron en el pasado y la historia continúa siendo una historia.

Todo continuó cuando Loreno, no sabiendo más que hacer con respecto a Ismaela, se decidió a hablarle de frente y con todas las fuerzas que tenía dentro de él y, como Pascal le había pedido ayuda para poder declararle su amor a Andalía (Loreno escribía bellísimos poemas de amor), pidió consejos de este para poder retener la orina cuando hablara con ella.
Pascal llevó a su hermano a lo de la doctora Ariela, la única que había en el pueblo. Ella sabía cómo curar la enfermedad y lo hizo con una efectividad sorprendente.
Lo que ellos no sabían era que Ariela amaba en secreto a Loreno y lo había curado simplemente porque el procedimiento se basaba en darle un beso al enfermo con una especie de pasta mágica sobre los labios.
Lo que ella no sabía era que Andalía estaba enterada de su amor hacia el hermano de Pascal e intentaría por todos los medios posibles que esas almas se entrelazaran, con o sin la aprobación del mismísimo Cupido.
Lo que Andalía no sabía era que Rosaura había estado hablando con Ariela y la había convencido de que Loreno no la quería ni ver, que pensaba que quería separarlo de Ismaela.
Lo que nadie de estos sabía era que la doctora estaba arreglada con Ismaela...

Pero la historia cambió cuando todos ellos fueron al puerto a ver la llegada de un barco que venía para descargar un cargamento de caballitos de mar para vender al interior.

Luego de esto la historia siguió siendo una historia:
Rosaura comenzó nuevamente con sus andanzas para con su primo Pascal, lo llevo nuevamente al médano aunque esta vez no pasó de una charla familiar sobre una novia, para mal de ella. Al terminar el diálogo, Pascal se adentró al mar para ir a pescar sus preciadas perlas de tiburones negros.
Lo que él no sabía era que el sólo hecho de haberse ido a los médanos había sido suficiente para que Andalía sospechara de él, y esto fue bien aprovechado por Rosaura; le dijo a Andalía que Pascal estaba locamente enamorado de ella, la prostituta del pueblo.
Lo que Rosaura no sabía era que su hija ya había hablado con su rival y que esta, aunque sospechara, no sentía odio hacia su amado, lo que complicó las cosas para Rosaura.
Lo que Analía no sabía era que su informante había cambiado de opinión respecto a Loreno, y esto produjo que se rompiera el pacto Ariela-Ismaela.
Lo que Ismaela no sabía era que al romper el arreglo con la doctora y esta verlos tan felices, decidió contarle lo del informe pasado de su hija hacia Andalía a Rosaura, lo que produjo que esta impidiera la relación con Loreno.
Lo que Loreno no sabía (no sé si por la tristeza de haber perdido a su amor, por el odio a Rosaura o por las dos cosas juntas) era que todo esto había sucedido por la persona a la que ahora estaba rechazando su amor.
Lo que Andalía no sabía, ni entendía, era que lo que ahora le estaba diciendo Ismaela-Lo que te dije es mentira, tu Pascal ama a mi madre- era solo para poder salir del encierro amoroso del que estaba atada.
Lo que Rosaura no sabía era que esa frase había producido en Andalía un efecto atormentador, fue a la playa y le gritó barbaridades de la costa al barco que se veía en el horizonte.
Lo que Ismaela no sabía era que su farsa no serviría, ya que Loreno, sin esperanzas, estaba acostado sobre la vía del tren y éstas habían comenzado a vibrar.
Lo que él no sabría era que su ruda negación había hecho que la doctora se inyectara un potente veneno para los amores imposibles y ya se comenzaba a dormir.
Lo que Ariela no sabría era que Rosaura al enterarse del infortunio comentario hecho por su hija no sólo la privo de libertad, sino que, además dejo de ejercer su profesión de una manera asombrosa: rodeándose el cuello con su látigo, atándolo al techo y disponiéndose a saltar.
Lo que Rosaura no sabría era que su hija al verse encerrada y contarle esa mentira a Andalía también sellaría su vida para siempre, no podía creer lo que había hecho con sus amigos y por esto ahora tenía ese gran cuchillo apoyado en su vientre, con el que pensaba explorar su interior.
Lo que Ismaela no sabría era que con lo que le dijo a Andalía hizo que esta se metiera mar adentro, sin bote ni nada que se le parezca, e intentó llegar hasta Pascal para cortar con la relación para siempre, sin embargo los brazos del mar la tenían atrapada y sus pulmones se comenzaron a llenar del salado líquido.


...y mar adentro se veía una barca, en ella estaba Pascal, el joven pescador. Debía estar buscando perlas dentro de los tiburones negros, como siempre, desde hacía ya unos buenos quince años, eso es lo que supongo, pero, lo que nadie sabía era que Pascal no estaría en la barca por mucho momento, los tiburones se estaban acercando y él les daría de comer de su propia mano.



Como pueden observar esta historia es solo una historia que escribí porque no tenía nada más importante que hacer.