domingo, diciembre 9

Entre caras carcomidas y caretas caricaturescas. (Ana Ojeda)

Texto publicado en Revista El Matadero, Segunda Época Nº5, Corregidor, Buenos Aires. (ISSN 0329-9546)

A propósito de Botero de Claudio Dobal.
Bahía Blanca (Buenos Aires), Ediciones de Barricada, 2006.



Aquél que no tiene con qué vivir no debe ni reconocer ni respetar la propiedad de los otros, ya que los principios del contrato social han sido violados en su contra.
Johann Gottlieb Fichte


Están arribando a ese quilombo liminar que (sic), como empieza a decir el tipo del gamutón, mirándolo de afuera, sólo se puede ir a buscar historias sórdidas para contar o recordar; historias que caigan mal, que duelan, que molesten y que, por sobre todo, encrespen a las familias burguesas cargadas de ilusiones vanas.
Claudio Dobal


Partamos de la concepción que en su modalidad más canónica considera a Jorge Luis Borges el epítome del escritor argentino (y al hacerlo, correlativamente, lo imagina entre dos orillas), concepción que actualmente domina el sistema literario promocionado por los conglomerados editoriales transnacionales, empobreciendo de manera notable la diversidad propia del campo literario no sólo del siglo XX, sino también del actual. En este contexto, no puede sino saludarse de manera positiva —y efusiva— la iniciativa de Ediciones de Barricada, que propone Bahía Blanca como el ombligo del mundo o, para decirlo con Georgie, que transforma Punta Alta en el aleph de ese sótano ubicado en la calle Brasil: “Ediciones de Barricada aspira a posicionarse como un sello especializado en narrativa y ensayística atendiendo a coordenadas geográficas precisas: el sudoeste bonaerense —leemos en su sitio de Internet—. Demostrando de esta manera el carácter vivo y dinámico de la producción intelectual y literaria argentina que lejos está de reducirse a los centros decisionales, e incluso por los canales tradicionales. Bahía Blanca y su región es un campo intelectual y cultural rico aunque inexplorado. Toda una nueva generación de narradores e investigadores toman la palabra a través de nuestro sello y mediante tal acción se inscriben en el contexto nacional y latinoamericano de aquellos que instan, desde su lugar, a sumar sus aportes a los procesos de transformación cultural y política.” Ediciones de Barricada posee, hasta el momento, la Colección Cuadernos y la Colección Nueva Narrativa. Botero pertenece a esta última.

Claudio Dobal (1979) nació en Bahía Blanca. Es profesor de literatura y se nota. “Caribe”, el primero de los tres relatos que conforman Botero, puede apreciarse a contraluz de aquella hermosa y portorriqueña Guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez. La narración comienza con el caribe (sic), amante de la brazuca (también sic) y chorro por encargo, que se descubre padre de “una tela que llora”. De comienzo moroso y avanzar lento, la narración de “Caribe” se basa en una repetición machacona de las palabras —típicamente guarachera—, palabras que aparecen una y otra vez, tanto, que por momentos logran que el lector bizquee. Esta dificultad de arranque, por un lado, potencia el impacto del corazón narrativo de la historia. Por el otro, se constituye en la de la solución que adopta Dobal en este primer texto para escribir la pobreza.
Tal como apunta Rocco Carbone en otro lugar de este mismo Matadero refiriéndose a Grotescos de Crespi, en “Caribe” lo importante no es sólo qué se cuenta, sino cómo se lo hace. La historia se desarrolla en un espacio que es el centro de una disputa. De una parte están los hombres fosforescentes, con sus mujeres fosforescentes y sus casas fosforescentes. Ellos son los que saben leer, los que dominan los medios de comunicación (en especial, los diarios y la televisión), los que poseen, en fin, escritores que legitiman las prácticas fosforescentes y le otorgan a esa clase dominante el sostén ideológico que precisa. Frente a ellos encontramos a los hombres chapa, que se sueñan fosforescentes y se identifican, así, con quienes los consideran enemigos y los quieren erradicar, sacar del espacio que ocupan. Entre unos y otros, está el caribe, único dotado de conciencia crítica, capaz de comprender la situación en su totalidad, tal como es más allá de las apariencias: “Eliminar a los hombres chapa que se niegan ser hombres chapa. Que se creen hombres fosforescentes. Que no critican a los hombres fosforescentes porque les parece que son como ellos. Que no hacen nada contra la fosforescencia porque ellos se creen brillantes. Pero el caribe sabe la verdad. Sabe que ninguno de ellos es fosforescente.” (48) Esta capacidad, huelga decirlo, lo aleja tanto de los hombres chapa como de los fosforescentes: ambos lo desprecian, le tienen miedo y, en definitiva, quieren acabar con él.
En este plano, el uso de las minúsculas para los nombres propios o apodos (caribe, brazuca, pedro —el escritor—) posee varias funciones. Por un lado, desencadena una polisemia sugestiva, instaurando una ambigüedad que seduce al lector, que lo lleva de un hombre a un lugar geográfico y de vuelta al hombre, sobre todo en la primera parte del texto. Por ejemplo: “Todo ahora es extraño para el caribe. Todo ahora es de otros (…) Y el caribe quiere que le devuelvan su música. Que dejen de usarla y dejen de usarlo. Porque ese caribe que ahora camina un poco más lejos de la vidriera no se va a acostumbrar nunca a ser usado. A que le usen la música como le usaron la tierra, el espacio, sus cosas, sus casas.” (19-20). Esta oscilación contribuye a volver más asfixiante todavía la creación literaria que Dobal hace de la pobreza. Pero por otra parte, y tal como señala Rocco Carbone en su reseña sobre el libro de Crespi, las minúsculas también pueden ser entendidas como una solución literaria que aspira a la universalidad de lo narrado. Se trata de identidades borrosas que carecen de nombre propio (también, por supuesto, de apellido), permitiendo la atribución de lo relatado a cualquier sujeto, a todos y a ninguno en particular. “Caribe” es, en este sentido, una historia épica.

“Cartoons” , la segunda pieza de Botero, ya no interpela la prosa guarachera de Sánchez y se va, más bien, al encuentro de Arlt. Este brusco cambio de tono es un acierto, ya que le da un respiro al lector y, en el mismo movimiento, constituye el primer texto en una unidad cerrada en sí misma y, en ese sentido, autónoma. El protagonista de “Cartoons” se llama Robertito y es, tal como se aclara en la primera frase del texto, un hijo de puta literal. Hijo de una puta que trabaja en el burdel del Griego, Robertito nunca conoce a su padre. Crece enamorado del pecho de Gertrudis (comparable al de aquella que se volvió ícono inolvidable de Amarcord), compañera de su madre, sintiéndose un poco el sobrino de Totó, un cliente transportista de profesión. Todo el cuento transcurre entre el burdel, la comisaría y la panadería de un italiano en la que trabaja Robertito. El ansia de diálogo con la literatura arltiana se encuentra dispersa en múltiples aspectos (y momentos) de esta narración. En personajes, ambientes y situaciones que sería verboso enumerar. Sin embargo, vale la pena mencionar que los errores de ortografía y sintaxis que campean a lo largo y ancho de “Cartoons” —y que, en su mayoría, están ausentes de “Caribe” y “Carnival”— pueden leerse como una opción por la “mala escritura” arltiana, es decir, como una elección consciente y funcional al mundo retratado.
Si en “Caribe” aparecía la primera figura de escritor propuesta en Botero, en “Cartoons” nos encontramos con la segunda. Esta vez, el hombre se llama Ferrero y resulta la antítesis del ya mencionado pedro. Mientras éste puede pensarse como una puta fiel (a los dictados de la clase que usa lo que él escribe), aquél es más bien, y en términos olivarianos, una amada infiel. En uno de los mejores momentos del libro (si no el mejor), Ferrero discurre de la siguiente manera acerca del oficio de escribir mientras asiste, junto con Robertito y Totó, a un show de strippers (durante el cual los tres aprovechan para, se podría decir, relojear a las chicas de abanico): “tenían toda la razón los que me dijeron que hoy no se puede ser escritor profesional. Que no se puede vivir de la escritura siendo escritor. Esa época ya pasó para nosotros (…) Acá, la verdad, para ser escritor en serio hay que dedicarse a otra cosa completamente distinta.” (112) Enfoque similar, como se verá enseguida, al expresado en 1929 por el poeta Nicolás Olivari en sus “Palabras que se lleva el viento”: “Trabajarán los artistas del poema nuevo en sus labores de atrofia. Serán empleados, obreros, mecánicos, médicos, abogados, diputados y aviadores, con la insensibilidad del condenado para siempre a la rutina de la jornada de 8 horas. Luego, en las ocho restantes, desarrollarán la imaginación en reposo y producirán la magnífica inutilidad de sus poemas por los cuales, con toda justicia, no percibirán un solo cobre.” (2005: 136) A partir de estas coincidencias, entonces, se podría pensar la identidad del escritor moderno como la propia incapacidad de ser tal, el hecho de tener que ser “otra cosa” para, paradójicamente, ser un escritor. Cartero (como Bukowski), pero también barrendero, son las opciones que baraja Ferrero, él mismo ex profesor de Lengua y Castellano de la Escuela No. 22. Al final, de todas maneras, terminará convirtiéndose en panadero y ocupando, significativamente, el lugar que Robertito deja vacante.

Llegamos así a “Carnival”, último texto de este libro, en el que se emplaza un juego de espejos similar al de “La noche boca arriba” cortazareana. Por un lado, asistimos a la realización de un ritual indio en el que se decide la suerte del universo por medio de una riña de gallos. Uno, pintado de azul, simboliza el Orden, mientras que el otro, teñido de rojo, hace las veces de Caos. De forma inesperada, éste mata al primero. Los indios, entonces, se preparan para el fin del mundo. Paralelamente, en una ciudad moderna, la gente le da la bienvenida al Carnaval, festividad durante la cual : “(…) la calle era una pequeña revolución de muñecos. Todos imitaban a alguien. Todos querían verse distintos, aparentar ser alguien que nunca podrían ser”. Como se ve, esto retoma la problemática puesta sobre la mesa por “Caribe” y sus hombres chapa que se querían fosforescentes. A ésta, podríamos sumar otra problemática que también atraviesa los tres cuentos: el ansia de cambio entendido como revolución social, como instauración de un nuevo orden, distinto del ya existente. Una y otra logran darle a Botero una unidad que supera las fronteras de cada cuento y construyen, así, un todo articulado y orgánico. El tercer elemento que está presente a lo largo de todo el libro es la sílaba “car-”. En efecto, los tres textos que lo componen se llaman: “Caribe”, “Cartoons” y “Carnival”. “Cartoons”, a su vez, está dividido en “Carita”, “Caretas” y “Carnicería”. De esto derivo dos conclusiones. La primera: hubiera sido perfecto que esta reseña la hiciera Carbone; segundo: la repetición de esa sílaba inicial podría referirse a la voluntad de mostrar que todo es lo mismo, que las historias comparten una raíz común: el margen convertido en centro por el mero acto de narrarlo. Desde este punto de vista fonético, y ya para terminar, resulta sorprendente que el libro se llame Botero. O no tanto. Pintor y escultor colombiano nacido en Medellín en 1932, Fernando Botero creó un mundo en donde lo abnorme es la regla. Gordos inmensos pueblan sus obras, convirtiéndolas en espacios en donde lo monstruoso (en el sentido de lo no común) es lo normal. Tal vez, a eso apunte también este primer libro de Dobal: a crear un espacio literario para lo no común, para el contrafrente, para el revés, convencido de que: “Escribir es cuidarse de lo que se escribe porque lo que se escribe puede ser utilizado.” (Masotta 1965: 16)


Bibliografía
Masotta, Oscar, Sexo y traición en Roberto Arlt, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1965.
Olivari, Nicolás, Poesías 1920 – 1930: La amda infiel, La musa de la mala pata, El gato escaldado, Buenos Aires, Malas Palabras Buks, 2005.

sábado, septiembre 15

La silla del vacío

El texto que se publicó al final en la revista mencionada antes.
La sociedad que hoy nos toca en suerte vivir se mantiene, como cualquier otra agrupación de personas, gracias a la violencia. No me refiero a la violencia en grado físico, sino a la otra, la que en realidad deja marcas profundas, la que vive encarnada – y personificada – en cada uno de los hombres que viven en comunidad, ya que son ellos mismos los que se adjudican el poder sobre el ejercicio de este tipo de violencia: la que se ejerce con la hipócrita pretensión – o creencia humana, lo mismo da – de ser inocentes frente a los hechos que suceden y que nos suceden. Esta violencia silenciosa, que se la quiere creer controlada, se marca con la ausencia de comunicación, con el lavarse las manos nunca antes más sucias de sangre ajena. Dicen que cada país, cada pueblo, tiene el gobernante y el tipo de gobierno que se merece, yo iría también un poco más allá: esto es sólo la última consecuencia – el final -, el acto que lo comienza, el verdadero génesis de esta violencia social está siempre mucho antes que se comience aún a pensar en formar un conjunto útil de personas, porque esta violencia es lo que permitirá ser sociedad, ser agrupación o ser partido; sin la presencia oscura de esta violencia en las almas de las personas nunca se podrá dar la combinación de intereses. Porque, en el caso de que una sociedad se disgregue en cada uno de sus habitantes, no habría posibilidad de echar culpas, ya no se podría decir: “yo no lo hice. Fue él.”. Con la formación de un grupo se tiene siempre la esperanza de que, en caso de fallar, poder aparentar la inocencia: al estar rodeado el hombre por otros hombres, tiene la libertad de señalar a esos otros como los culpables de todos sus males; y toda sociedad, con esa violencia encarnada en su seno, como un tumor, o mejor dicho como su propio corazón, está posibilitada en su ser para implantar en cada ciudadano el germen de la soledad actual, el germen de sentirse acorralado entre otras personas a las cuales poco importa nuestra existencia, salvo como chivos expiatorios.
El hombre está rodeado de muchos hombres que a su vez son, para él, el más profundo y verdadero VACÍO. Un vacío que a su vez es la voz que lo acusa. Todos los otros se convierten en el gran ojo que mira detenidamente y que censura. Nosotros culpamos a los que nos oprimen, también culpamos de cobardes a los que se dejan oprimir; a su vez los opresores nos culpan a nosotros por no hacerles el trabajo más sencillo y los otros oprimidos nos culpan por ser igual que ellos. Entonces queda como solución el desligarse, el dejarse llevar por esa violencia completa. Y qué cosa más fácil en una sociedad como las que hoy día existen que el dejarse llevar: los medios ya están dados, ya nos está permitido todo tipo de vuelo; nos metemos de lleno en esa vorágine de velocidades, de pantallas que hablan, de palabras que, en su mayoría sólo nos hacen ver toda la basura culpable que nos dificulta la experiencia. Entonces quedamos solos, difamando a todos los demás, blasfemando contra el resto del mundo. La madre tiene a su hijo para poder cargarlo de sus complejos, el hijo crea a su madre para hacerla responsable de sus errores de mayor, el padre los culpa a ambos por haberle robado su libertad. Mientras tanto la comunicación, la verdadera, desaparece y surge el monosílabo o la golpiza.
El problema, el único y verdadero problema de la caída humana surge en este estar sólo, en ese verse desnudo al espejo y ni siquiera reconocerse. Cuando el hombre descubre que la velocidad que le venden mediante los medios de “comunicación” – la misma que se plantea en la sociedad entera - sólo trae consigo el sentimiento de la mayor de las soledades, de una soledad completamente estática, donde los grados de rapidez son una ficción más de la absurda comedia que es la vida, cuando se da cuenta que esa velocidad no puede brindar excitación sino que sólo puede ofrecer una angustia compartida en silencio, el hombre encuentra en su caída la única salida posible a tanta pasividad. Pero, en cierto modo, el hombre no encuentra, porque tampoco busca: una vez que ha develado la violencia y la soledad en sus grados más estáticos, en sus grados más irreales, en el acto de una cúpula eterna e inamovible sobre la misa sociedad, no conviene que este hombre siga perteneciendo a los elegidos de la ignorancia: este hombre comenzó a pensar, mejor, entonces, tirarlo por la borda.
A su vez, en el mismo momento en que ese sentimiento de no comprender al extraño se apodera de los otros, el hombre, el que piensa en su condición de hombre violento, cae, porque ya no entiende lo que está sucediendo. Y el pensar que practica es el de la incógnita, el preguntarse: “¿qué soy? ¿Qué hago acá?” y hasta el “¿de qué sirve vivir así?”. El no amoldarse a una sociedad que facilita y crea esos sentimientos en cada individuo, el hecho de querer resistirse a ser un pasivo más, son los primeros pasos que se dan en esa caída. Pero habría que ver también que esta caída no se da desde la persona, sino que inevitablemente es ayudada, apoyada y hasta estimulada por la violencia de la sociedad. Con el silencio, con su pasividad, con su ignorancia se ocultan los manejos de un mundo que se desenvuelve por medio de sistemas tan corruptos en donde el individuo es sólo un número, y cuanto mejor que, como un número se mantenga quieto en la hoja para poder realizar la cuenta, a veces suma, la mayoría de las veces, una resta. El hombre que ha caído, internamente, es aquel que puede, si se lo permite/en, levantarse con mucha mayor fuerza. Pero esto es lo que sucede en la minoría de los casos, ya que la caída general se experimenta en otros sentidos: el caído actual no es aquel intelectual que, harto de la hipocresía, comienza a buscar respuestas que sólo al tiempo podrá hallar, si no que el caído de esta sociedad es el despojado de las cosas materiales, el olvidado, el que vive en las villas, el que trabaja de oficinista estatal con un sueldo mínimo, el que es parte, en realidad, de la resta. Porque ni siquiera puede conformar parte del vacío, porque el vacío es productivo.
El vacío es algo contra lo cual el caído reacciona, o al menos intenta reaccionar, porque es él mismo la causa de sus golpes. Me represento el vacío actual como un cuarto completamente cerrado con una silla en el medio. Una silla que gira continuamente y sobre la cual se pueden ver las paredes de la habitación. Paredes que están repletas de televisores encendidos, con volumen, todos, cada uno sintonizado en un canal distinto. Una gran atmósfera de confusión, de caos. Y aquel que se sienta en esa silla puede verlo y escucharlo todo, pero no entender ni una mísera imagen, ni una mísera palabra. Eso es el vacío. El vacío actual se basa en demostrar a los que la habitan que tienen el poder sobre todo. Un poder que es violento y compulsivo. Es un todo que se consume y no se degrada. Se infla en el cerebro y explota produciendo un derrame que dejará a cada uno que crea en estas “verdades” en un estado de coma muy útil para la sociedad. Y bueno, el caído intelectual tiene, aun, la posibilidad de sobrevivir, porque se ha dado cuenta de lo que sucede.
Arthur Miller en su obra “Después de la Caída” habla de este levantarse, de este reconocer culpas y atribuciones. Pero la diferencia es que allí no existe el vacío, porque las particularidades ganan la batalla. Por más que estos sucesos privados estén representado una sociedad, el ejemplo no sirve en un cien por cien para ver lo que es en realidad una caída violenta auspiciada por el vacío social. Esa caída anterior que propone Miller se dio por causas muy diferentes. Los sucesos individuales siempre pueden cooperar a que uno se levante más fácilmente, ya que aislando uno puede dominar la situación. Pero, ¿qué sucede cuando esos sucesos son a nivel sociedad? ¿Qué le pasaría a Quentin si en realidad su caída no hubiese sido producto de sus problemas personales? No lo sé, pero quizás se puede hipotetizar que hoy día ese personaje sería uno de los que se sientan en la silla del vacío. Acomodado y tranquilamente narcotizado por el sonido y las imágenes; y no porque no sea un personaje que se deje llevar por eso, sino porque sería su única escapatoria real. La caída personal, aquella que surge de los problemas personales puede ser de ayuda para que el vacío gane su espacio y que esa persona termine en lo más profundo del abismo sin posibilidades de salir por no conocer los medios para hacerlo; pero realmente lo que produce la caída violenta de la que estoy hablando, la caída que Miller deja en una posición casi secundaria, es la que se da en el plano social, en donde las culpas están bien delimitadas por los dos bandos: el caído va a echarle la culpa a la sociedad por haberlo hecho caer y la sociedad va a decirle que él es el portador del defecto por no amoldarse a la vorágine del consumo. ¿Cómo poder amoldarse siempre a esa canibalización cuando es el mismo hombre el que es consumido? ¿Cómo poder decir algo contra esos caídos cuando en realidad son el pasto que dará de comer a los que aun no cayeron? Los olvidados, los que ya ni siquiera son vacío, son, en este caso, también parte del producto. Es gracias a ellos que se puede crecer.
Como dije al principio, la sociedad se basa en la violencia. Es necesario que existan los caídos para que los elegidos puedan mantener su posición. Y frente a esta solución, lamentablemente, pareciera que el vacío es el único lugar de provecho. Así lo hacen creer. Así se lo consume. Y los que pertenecen a esa vacío lo entienden así, ellos son productos y productores. El despierto es el que sufre, ahora por no encontrar lo que está buscando, luego porque eso que encuentra lo desvela aun más y termina por convertirlo en un ser con la felicidad vedada. Lo mismo sucede con el que no dejan dormir: fuera del vacío socialmente, se mantiene comiendo lo que puede llegar a encontrar, desesperanzando a sus hijos desde el mismo nacimiento. Han nacidos condenados. Mientras tanto la falsa felicidad, la falsa sabiduría, sólo se acuesta con aquellos que se acomodan bien en aquella silla.

domingo, febrero 11

El después de la Caída

Me había equivocado. El texto se llamaba así. Pero está bien igual. Esta es la primera versión del texto que posteriormente se tituló "La silla del vacío" que salió publicado en una de las revistas Arje. Espero que sirva como para comprender los rivetes del trabajo.
El hombre anhela la caída. Busca desesperadamente esa sensación de vértigo que le inspira el no poder volver los pasos hacia atrás. El hombre desea caer sin un término, sin un fin programado de antemano. El hombre desea caer. Sólo caer. Desea colocarse la máscara de un ser sufriente, de un individuo vapuleado por los otros, por todos los otros; de un ser que no consigue salvar ni siquiera su propia existencia, un hombre que no tiene la posibilidad real de una total recuperación.

La sociedad actual, tanto como cualquier otra sociedad que haya sucedido en el tiempo, se mantiene gracias a la violencia de sus habitantes. Son ellos mismos los que se permiten y adjudican el poder para ejercer de la violencia contra los otros. Esta violencia posee para cada uno de los individuos sociales la hipócrita pretensión de una inocencia absoluta en los actos realizados. Pero también, esta violencia es lo único que permite el ser sociedad, el mantenerse unidos. Porque en el caso de que una sociedad se disgregue en cada uno de sus habitantes no existiría la posibilidad de echar culpas, ya no se podría decir más “yo no lo hice”. Al estar rodeado el hombre por otros hombres tiene la libertad de señalar a esos otros como presuntos culpables de sus males; y toda sociedad, con esa violencia encarnada en su seno, como un tumor, o mejor dicho como su propio corazón, está posibilitada en su ser para implantar en cada ciudadano el germen de la soledad actual, el germen de sentirse acorralado entre otras personas a las cuales poco importa nuestra existencia, salvo como chivos expiatorios: el hombre está rodeado de muchos hombres que a su vez son la más profunda nada. Y cuando él descubre que esa velocidad sólo trae consigo el sentimiento de la mayor de las soledades, de una soledad completamente estática, donde los grados de rapidez son una ficción más de la absurda comedia que es la vida, cuando se da cuenta que esa velocidad no puede brindar excitación sino que sólo puede ofrecer una angustia compartida en silencio, el hombre busca en la caída de su propio ser la única salida posible a tanta pasividad. Pero, en cierto modo, el hombre no busca: luego de que son develadas la violencia y la soledad en su grado estático, en el acto de una cápsula eterna sobre la misma sociedad, la caída llega por si sola, sin necesidad de ser perseguida por nadie. El deseo de caer arremete contra el hombre. El no amoldarse a una sociedad que facilita y crea esos sentimientos en cada individuo, el hecho de querer resistirse a ser un pasivo más, son los primeros pasos que se dan en esa “búsqueda” inconsciente, al menos en este momento, de la caída personal.
Uno no descubre ese anhelo de vértigo hasta que el deseo por la caída lo supera, el deseo de descubrirse en ese hondo pantano que puede llegar a ser uno mismo. En la caída ya no sirve declararse falsamente inocente; en la caída no existe la inocencia. Cuando todo lo que queda es la verdad individual, el no poder mentirse, ya que el Otro, el que oye los gritos de lo que sucede durante la caída, también la sufre; cuando el que grita y el que oye son la misma persona, uno se encuentra cara a cara consigo mismo en el trayecto que lleva hasta el fondo. La caída tan deseada ha comenzado: el hombre ha alcanzado su propio límite y lo ha sobrepasado por la sola necesidad de saber que se puede encontrar más allá. El hombre desea conocer, y por eso cae.
Y luego de la caída sólo queda la aceptación: uno se encuentra rodeado de su propia soledad, de su propia violencia, en resumen: se encuentra encerrado con sus propios actos. Actos que lo arrastraron hasta donde ahora está. El hombre opta en el acto de la caída; elige, mejor dicho, su caída, y es por eso que no existe inocencia en ella. No hay CULPABLES, uno mismo es el único culpable. No hay acciones contra la Ley, pero uno sospecha que si las hay contra lo que uno considera Justicia Humana, y es por eso que el caído se siente igualmente traicionado por algo o por alguien: no cree que ese dolor intenso que ha sufrido haya sido deseado por él mismo, por eso su primer movimiento va a ser la búsqueda de otros culpables, para así poder adjudicarse el papel de víctima. Pero luego mira hacia arriba, donde están sus recuerdos, sus pensamientos y descubre que sólo queda eso, que sólo hay eso: pequeñas historias, pequeños detalles que le son propios y que lo han traído hasta allí y de los que es plenamente el único y absoluto responsable. Entonces llega el reconocimiento: son esos pequeños detalles los que permitieron que el deseo de caída se instalase. Porque no son el cáncer, ni la muerte, ni el peligro de una guerra nuclear lo que lleva al hombre al límite de la locura – y de la caída -, sino que son esos pequeños detalles, esas pequeñas cosas que nos suceden todos los días, que nos apabullan, que hacen que uno no pueda percibir ningún tipo de movimiento – excitación – fuera de esa soledad y esa violencia falsamente veloces que se le imprime constantemente al cuerpo desde la misma sociedad.
Pero el hombre que ya ha caído tiene la ventaja de contar con un punto firme desde donde partir. Ha llegado a lo más hondo, se ha descubierto a si mismo sin el antifaz social. La vida vista después de haber caído tiene un sabor distinto: no sé si amargo; más bien seco diría yo: la sequía de haber caído y darse cuenta que todo ese dolor fue producido por el único hecho de no querer aferrarnos a nada. No extendimos los brazos porque, además de haber sido inútil, no hubiésemos experimentado el sabor del golpe.
Y es por eso que después de la caída ya no existe la inocencia. El hombre es culpable por haber optado. La opción implica una elección y luego de ésta lo decidido pasa a ser responsabilidad de ese ser que ha optado. En esa elección se implica una encrucijada con el pensamiento. El hombre, frente a la opción, no puede ser inocente en el pensar, por más que haya optado impulsivamente, ese impulso implicó su ser, su persona. El hombre es lo que es a partir de sus acciones, no de sus palabras, con las palabras uno puede mentir, y mentirse, pero nunca nadie puede ocultarse de la realidad de su propia persona si se toman en cuenta sus actos. Por lo tanto al optar, al emprender ese acto de elección que lo lleva a la caída, el hombre deja de estar en la duda de la inocencia: el hombre luego de optar es plenamente culpable de su propia caída. En el agujero que le sigue a ese caer el hombre se encuentra consigo mismo como abogado, juez y parte. No hay más nadie; si quiere perseguir la salida a esa caída debe enfrentarse consigo mismo, preguntarse, acusarse y responderse. Después de a caída no lo abandonará la violencia y la soledad – incomunicación – será mucho más fuerte, pero esos son los precios de la elección. El que ha sufrido, más sufrirá; el que ha sido ofendido, muchas más veces tendrá que oír esos insultos, una y otra vez, como un eterno péndulo de imágenes que se irán desprendiendo en el pensamiento hasta llevarlo a la liberación o a la locura total.
Pero una vez que se encuentra caído, en soledad – no en la soledad compartida sino en la soledad más amplia consigo mismo –, el hombre nuevamente opta que hacer con esos recuerdos, con esos pensamientos y, según pueda – o quiera – soportar y contrarrestar esa dominación, el camino a seguir será uno u otro. El hombre caído que no pueda canalizar esas obsesiones – porque una vez caído todo recuerdo, todo pensamiento se transforma en una obsesión -, que no pueda sobrellevar esa violencia que lo arrastró al límite, posiblemente salga a la calle a asesinar, violar y generar más violencia en otros, hasta llegar a la completa autodestrucción; mientras que el que intente aprovechar esos sentimientos hallará una posible salida a sus disgustos, aunque seguramente siga sufriéndolos de por vida. Recordemos que los grandes escritos del hombre son aquellos que surgen de los caídos en estas desesperaciones, porque la sociedad que los llevó a optar por la caída es la misma que festeja un desnudo total de su propia violencia. Las soledades y las violencias humanas se repiten en los textos al mismo tiempo que se suceden en las sociedades.
Entonces el hombre que ha caído se encuentra con el otro hombre, con el verdadero Yo. Ya no es inocente: todas las culpas de su deseo de caída recaen en él mismo. Y es en ese momento cuando debe optar por reconocerlas o rechazarlas y, a partir de esa decisión, seguir delante de acuerdo con lo escogido, sabiendo que, pase lo que pase, ya nunca más podrá desligarse de esa elección. La caída representa la posibilidad, quizás la más sincera de todas, de conocerse a si mismo. Hay quienes saben aprovecharla, pero también hay quienes deciden seguir ciegamente su camino de alienación social, continuando con esa violencia estática que nunca llegara a demostrar nada más que la mentira en la que vivimos sumergidos. El declararse culpable a uno mismo, el despojarse de el estatismo de la violencia ficticia y sentirse, por fin, violento al optar, sentirse, en definitiva, vivo, es lo más valedero que nos puede sostener después de haber caído y experimentado el sabor del golpe. Hubo un tiempo en el que hemos optado, hoy perseguimos un pasado ideal, ese que hubiésemos querido tener; hoy deseamos cambiar nuestras elecciones pasadas. Pero ante esta imposibilidad temporal, la caída nos brinda el mayor acto de reconocimiento de lo que nos configura como hombres: la culpabilidad de poder elegir sabiendo que no se alcanzará nunca la calma – aún luego de haber caído -. La calma tan deseada es algo que le ha sido negado al hombre. En el paraíso bíblico Adán la poseía, pero como contrapartida le había sido prohibido el placer del conocimiento, le era negada la elección. Sus limites estaban impuestos y nunca debían ser superados, pero esos limites no eran creados por el propio hombre, no existía el conocimiento suficiente en la mente humana como para ser el que delimitase sus propios actos. Quizás aquella vieja manzana nos haya negado para siempre la calma, pero ese mismo objeto nos permitió el llegar a razonar, a elegir entre el Bien y el Mal. El reconocernos culpables no nos traerá sosiego, sino aún más y más intranquilidad. Una intranquilidad que muy posiblemente nos convierta en seres solitarios y violentos, pero activos. Una intranquilidad absoluta, una intranquilidad que viene emparentada con la capacidad de poder observar y descubrir la realidad de los hechos y problemas del hombre. Una intranquilidad que se da con el acto de sentirnos culpables de nuestras decisiones. La calma negada se convierte en el peso a sobrellevar después de la caída: sentirnos imperfectos por ser únicos, capaces de llevar a cabo nuestras propias vidas sin mimetizarnos con una sociedad que degrada.
Por lo tanto, después de la caída llegan los verdaderos sentimientos humanos. Son sentimientos en estado puro: fuertes e incontrolables, pero definibles y observables por sus propia pureza. El hombre se convierte en su propio razonamiento, el hombre comienza a sentir toda esa fuerza y esa violencia que lo configura como un animal con la capacidad para pensar, porque ya no puede seguir al instinto de supervivencia que lo hace ser un ser social. El hombre pasa a ser un ente individual. Después de la caída siempre se renace; y el mismo hombre debe optar por cómo desea hacerlo. La caída nos pone nuevamente en una encrucijada; una encrucijada final: después de ella sólo sobrevive el Individuo.

martes, febrero 6

Lo difuso de Patty

Este texto está subdio a pedido. Tarde, pero lo hice. Un texto que espero pueda comprenderse en relación. Siempre en relación.

Patty Diphusa es un símbolo de La Locura de los Ochenta: mucho rock, mucho dance, muchas drogas, mucho sexo. Pareciera que todo esto es también lo que marca en cierto modo el cine de aquellos años mas jóvenes de Pedro Almodovar, padre, parte y quizás hasta matador de esa criatura que vive entre los decorados de Melrose Place y los de una película pornográfica de mala calidad. Patty Diphusa es la que escribe sus propias aventuras y reflexiones (en cierto modo memorias del presente), y es la que acertadamente deambula entre la ausencia de imágenes sugestivamente idiotas y alguna que otra idea a partir de esas letras introspectivas. Es el pensamiento que va más allá del simple acto, y es el acto del pensar que también deja sus espacios en blanco para que se llegue más allá. Lo que tiene Patty como escritora, y como símbolo, es esa sobredimensión de su propio YO, algo quizás que también marca que su yo es el mismo que los otros yo que la rodean: flashes más, flashes menos, la gente que se junta con ella, o con la que ella se junta, tiene esa inocente ilusión de ser el centro del planeta. El individualismo que no lo es tanto, un yo que desaparece entre tantos otros yo para transformarse en un uniforme todos. Ese es quizás el símbolo Patty Diphusa, esa todificación de la gente, esa uniformidad de la materia del cuerpo y la mente intentando conseguir sólo un placer casi efímero, y quizás, a partir de eso, una fama imperecedera dentro de la mitología de los suburbios.
Por otra parte (quizás por la del principio), el apellido de Patty, Diphusa, indudablemente hace pensar en las dos acepciones que éste puede llegar a tener, porque lo difuso surge del mismo término que surge la difusión y, por tanto, lo difundido. Esa raíz común que los homologa y los iguala es la del verbo latino diffundo, que refiere al acto de derramar, verter, extender, en cierto modo, a la acción de esparcir. Se sabe que la difuminación de algo tiene que ver con ese esparcirlo para todos lados, dejando al objeto medio borroso, casi indefinible; pero el tema está en que lo que se difunde tiene, como punto principal, ese mismo esparcir una cosa, pero ya no con la intención de hacerla confusa, sino con la idea de que este objeto (información) llegue a la mayor cantidad de lugares posibles. Entonces, por más opuestas que estas dos acciones parezcan (y que también se puede ir más lejos aun y pensar que esparcir tiene ese significado cuasireflejo que lleva implícita la diversión) es bastante revelador por si sólo el hecho de que los términos mencionados posean un padre en común que los arrastre a un campo de incertidumbres y medias tintas por demás perturbador. Es interesante, sin embargo, ver como estas dos terminologias terminan por homologarse en una sola persona, en Patty que, como símbolo, juega perfectamente ese doble papel de informadora y perdida.

Lo difuso de Patty muestra lo ancho de un lenguaje y una simbología cargada de elementos que sólo son decorativos, que son propios del escenario secundario de esa mala película en la que ella es la protagonista. Y esta difuminación tiene consecuencias posibles y antagónicas: por un lado esta dilatación puede permitir que se penetre al objeto-texto, o al sujeto-personaje, o al sujeto-escritor, desde puntos mas bien distantes y que, mal que mal, se le pueda sacar cierta idea (general y hasta obvia), aunque esto no provoque mucho más que una simple satisfacción temporal y casi imperceptible. Por el otro, esta dilatación, esta difuminación puede tener como consecuencia la mala focalisación de lo que se ha convertido en el blanco a detallar, como que esta mirada desde la neblina no termine de dejar claro lo que en realidad se busca con ese texto. Las ideas entonces, en uno u otro punto, terminan perdidas en una maraña de decorados que sólo servirían si lo que Patty estuviera haciendo fuera un filme. Pero esta difuminación es también la característica de su mundo privado, y del mundo privado de todos aquellos que en cierto modo viven en aquel subterráneo mundo de la exposición constante. No saben en realidad lo que quieren y mucho menos por qué pueden llegar a quererlo. Patty vive en un sueño constante, vive dormida, todo aquello que puede llegar a ver está visto desde lo difuso de una mirada a la que todo le resulta extraño y hasta novedoso, no porque en realidad lo sea, sino porque existe la necesidad de verlo así. Ella va mirando la realidad al mismo tiempo que mira lo que ella quiere que esa realidad sea; un estrabismo propio de aquellos que tienen un deseo demasiado intenso. Pero mientras que algunos saben promover algo mejor de esa realidad a partir de lo que se ve en los sueños, Patty y todos aquellos que siguen su ejemplo se conforman con la realidad y acomodan su mente para que continúe durmiendo el sueño: se pierde la real realidad y se la transforma en un imaginario más, en objeto de consumo por arriba del deseo.
El objeto de lo deseado está allí y es imperioso que se lo consuma. Es lo que sucede, en cierto modo con los amantes ocasionales de este personaje: los ve y los quiere, los toma y los posee, los posee y los deja – esto siempre y cuando no sea ella el objeto, como sucede, no por casualidad, en su primer relato, el de la violación –. En ese mundo del consumo de la carne por la carne misma todos son objetos y sujetos al mismo tiempo, son todos pasivos y activos, todos son todo, que es lo mismo que decir que todos son nada, que es lo mismo que decir que todos son lo mismo. No hay una definición entre lo que se consume y lo que consume. La difusión es también propia de esa generación (¿sólo de ésta?) que poco interés tiene en darse cuenta que en realidad no puede no darse cuenta. Es como un gran virus que los va contagiando de a poco: la ignorancia es también parte de la contaminación de su sangre.
Y Patty también sigue siendo símbolo en/de La Profunda Depresión de los Noventa, pero su transformación la mata, la deja convertida en un yo apocado, lastimero: solo. Patty protesta, busca respuestas y las encuentra de mala manera cuando increpa a su padre Almodovar. Los noventa son espacios de soledades, ya no hay un todos, sino que se ha identificado a cada uno de aquellos que eran el todo, se los ha separado y se les ha dado una prolija vida de empleados. Se acabó la locura y aquello que buscaba Patty: el contacto real en la comunicación, cuando no importaba si éste terminaba sólo siendo un fotograma mal sacado, porque en ella pervivían las sensaciones. Sus objetos de deseo, que a su vez eran la razón primera de sus escritos, resultaban consumidos con devoción, con éxtasis. Es la falta del sexo lo que implica una neurosis, un desarreglo interno en los personajes tanto en aquellos Ochenta como en estos Noventa. El sexo en la obra como en la vida es lo que marca el ritmo biológico del hombre. Hoy, ya en el nuevo milenio, ya con una Patty completamente avejentada, no es permitida la ausencia del deseo, si no carnal al menos de cualquier otra índole. Las sociedades del Dos Mil de todo hacen un fetiche, un objeto a idolatrar y perseguir. Pero a diferencia de la difuminación como un foco en que se pierde la realidad, en la maquinaria del deseo de estos días el objeto tiende a centralizarse, a iluminarse, a producirse de tal modo que resulte chocantemente reconocible. A su vez este reconocimiento es sólo de una imagen de lo que venden como una figura de consumo, y ya en realidad no importa si el consumo viene por parte de una videoteca o de un simple álbum de fotos, todo es posible de consumir. No era como en aquella Patty Diphusa que se permitía apariciones fugaces en la que sus seguidores y presas la podían tocar y manosear, aquí la diferenciación entre el acá y el allá está marcada claramente por esa línea que es la ensoñación, la búsqueda sin ninguna posibilidad de encontrar. Es como que cuanto más se tenga una imagen más cerca estará eso a lo que la imagen refiere: en la cabeza de los deseosos todo es posible.
Pero las acciones son también ficciones. Todo contacto se hace por medio de algo virtual, de una imagen. La Locura de los Ochenta y La Profunda Depresión de los Noventa han desaparecido para darnos hoy ¿qué cosa? ¿Cómo se puede llamar a esta agrupación infinita de ojos que todo lo ven pero que nada pueden hacer para conectarse? Información/desinformación: actos de comunicación con ideologías preestablecidas. Es bueno remarcar que Patty Diphusa nació en una revista (medio de difusión) y no por casualidad es su “hermana gemela” del cine/televisión (otros medios difusores) la que la termina por relegar a un olvido medianamente voluntario. Cuando Patty se encuentra con Kika se produce el choque y la transmutación de una idea: del periodismo expositivo de la primera se pasa al fetiche de la segunda, todo en una misma cabeza y en sólo un diálogo. Pero ambas en cierto modo buscan lo mismo: comunicarse. Tanto una como la otra encuentran en esa búsqueda de las palabras o las imágenes que golpeen y despierten un contacto con el mundo a partir de llevar al limite la propia experiencia de conocerse. Y esta búsqueda también tiene su correlato en la búsqueda de esas cosas para contar, la búsqueda de una vida que permita ser develada al público y que genere sentimientos – ya sea de desagrado, de asco, de admiración o de simple gusto –. Y en Patty esa vida es la propia, y se muestra cómo ese tipo de vida termina por consumirla: vivir para no pensar, abarrotarse de vida para quemar la mayor cantidad de tiempo inmóvil posible.Si bien Patty-libro está vivo y crece, y arrima al lector hasta la Leo de La Flor de mi Secreto (otro personaje que desesperadamente busca comunicarse, difundir sus pensamientos en cuantos cuerpos quieran aceptarlos), Patty ha quizás desaparecido como lo que era. Hoy día también se intenta abolir la realidad, pero el escape no es la vida, como lo era con ella, sino que hoy el abolir la realidad es sobredimensionarla, darle tanta característica de real que se termina perdiendo su fuerza. El único móvil es la inmovilidad, la seguridad de un lugar cerrado que permita sentirse protegido vaya uno a saber por qué o por quién. Hoy la vida misma ha perdido su categoría de real para pasar a ser sólo una ficción más a consumir ya no con el éxtasis del contacto, sino con todo el ocio del deseo.