sábado, septiembre 15

La silla del vacío

El texto que se publicó al final en la revista mencionada antes.
La sociedad que hoy nos toca en suerte vivir se mantiene, como cualquier otra agrupación de personas, gracias a la violencia. No me refiero a la violencia en grado físico, sino a la otra, la que en realidad deja marcas profundas, la que vive encarnada – y personificada – en cada uno de los hombres que viven en comunidad, ya que son ellos mismos los que se adjudican el poder sobre el ejercicio de este tipo de violencia: la que se ejerce con la hipócrita pretensión – o creencia humana, lo mismo da – de ser inocentes frente a los hechos que suceden y que nos suceden. Esta violencia silenciosa, que se la quiere creer controlada, se marca con la ausencia de comunicación, con el lavarse las manos nunca antes más sucias de sangre ajena. Dicen que cada país, cada pueblo, tiene el gobernante y el tipo de gobierno que se merece, yo iría también un poco más allá: esto es sólo la última consecuencia – el final -, el acto que lo comienza, el verdadero génesis de esta violencia social está siempre mucho antes que se comience aún a pensar en formar un conjunto útil de personas, porque esta violencia es lo que permitirá ser sociedad, ser agrupación o ser partido; sin la presencia oscura de esta violencia en las almas de las personas nunca se podrá dar la combinación de intereses. Porque, en el caso de que una sociedad se disgregue en cada uno de sus habitantes, no habría posibilidad de echar culpas, ya no se podría decir: “yo no lo hice. Fue él.”. Con la formación de un grupo se tiene siempre la esperanza de que, en caso de fallar, poder aparentar la inocencia: al estar rodeado el hombre por otros hombres, tiene la libertad de señalar a esos otros como los culpables de todos sus males; y toda sociedad, con esa violencia encarnada en su seno, como un tumor, o mejor dicho como su propio corazón, está posibilitada en su ser para implantar en cada ciudadano el germen de la soledad actual, el germen de sentirse acorralado entre otras personas a las cuales poco importa nuestra existencia, salvo como chivos expiatorios.
El hombre está rodeado de muchos hombres que a su vez son, para él, el más profundo y verdadero VACÍO. Un vacío que a su vez es la voz que lo acusa. Todos los otros se convierten en el gran ojo que mira detenidamente y que censura. Nosotros culpamos a los que nos oprimen, también culpamos de cobardes a los que se dejan oprimir; a su vez los opresores nos culpan a nosotros por no hacerles el trabajo más sencillo y los otros oprimidos nos culpan por ser igual que ellos. Entonces queda como solución el desligarse, el dejarse llevar por esa violencia completa. Y qué cosa más fácil en una sociedad como las que hoy día existen que el dejarse llevar: los medios ya están dados, ya nos está permitido todo tipo de vuelo; nos metemos de lleno en esa vorágine de velocidades, de pantallas que hablan, de palabras que, en su mayoría sólo nos hacen ver toda la basura culpable que nos dificulta la experiencia. Entonces quedamos solos, difamando a todos los demás, blasfemando contra el resto del mundo. La madre tiene a su hijo para poder cargarlo de sus complejos, el hijo crea a su madre para hacerla responsable de sus errores de mayor, el padre los culpa a ambos por haberle robado su libertad. Mientras tanto la comunicación, la verdadera, desaparece y surge el monosílabo o la golpiza.
El problema, el único y verdadero problema de la caída humana surge en este estar sólo, en ese verse desnudo al espejo y ni siquiera reconocerse. Cuando el hombre descubre que la velocidad que le venden mediante los medios de “comunicación” – la misma que se plantea en la sociedad entera - sólo trae consigo el sentimiento de la mayor de las soledades, de una soledad completamente estática, donde los grados de rapidez son una ficción más de la absurda comedia que es la vida, cuando se da cuenta que esa velocidad no puede brindar excitación sino que sólo puede ofrecer una angustia compartida en silencio, el hombre encuentra en su caída la única salida posible a tanta pasividad. Pero, en cierto modo, el hombre no encuentra, porque tampoco busca: una vez que ha develado la violencia y la soledad en sus grados más estáticos, en sus grados más irreales, en el acto de una cúpula eterna e inamovible sobre la misa sociedad, no conviene que este hombre siga perteneciendo a los elegidos de la ignorancia: este hombre comenzó a pensar, mejor, entonces, tirarlo por la borda.
A su vez, en el mismo momento en que ese sentimiento de no comprender al extraño se apodera de los otros, el hombre, el que piensa en su condición de hombre violento, cae, porque ya no entiende lo que está sucediendo. Y el pensar que practica es el de la incógnita, el preguntarse: “¿qué soy? ¿Qué hago acá?” y hasta el “¿de qué sirve vivir así?”. El no amoldarse a una sociedad que facilita y crea esos sentimientos en cada individuo, el hecho de querer resistirse a ser un pasivo más, son los primeros pasos que se dan en esa caída. Pero habría que ver también que esta caída no se da desde la persona, sino que inevitablemente es ayudada, apoyada y hasta estimulada por la violencia de la sociedad. Con el silencio, con su pasividad, con su ignorancia se ocultan los manejos de un mundo que se desenvuelve por medio de sistemas tan corruptos en donde el individuo es sólo un número, y cuanto mejor que, como un número se mantenga quieto en la hoja para poder realizar la cuenta, a veces suma, la mayoría de las veces, una resta. El hombre que ha caído, internamente, es aquel que puede, si se lo permite/en, levantarse con mucha mayor fuerza. Pero esto es lo que sucede en la minoría de los casos, ya que la caída general se experimenta en otros sentidos: el caído actual no es aquel intelectual que, harto de la hipocresía, comienza a buscar respuestas que sólo al tiempo podrá hallar, si no que el caído de esta sociedad es el despojado de las cosas materiales, el olvidado, el que vive en las villas, el que trabaja de oficinista estatal con un sueldo mínimo, el que es parte, en realidad, de la resta. Porque ni siquiera puede conformar parte del vacío, porque el vacío es productivo.
El vacío es algo contra lo cual el caído reacciona, o al menos intenta reaccionar, porque es él mismo la causa de sus golpes. Me represento el vacío actual como un cuarto completamente cerrado con una silla en el medio. Una silla que gira continuamente y sobre la cual se pueden ver las paredes de la habitación. Paredes que están repletas de televisores encendidos, con volumen, todos, cada uno sintonizado en un canal distinto. Una gran atmósfera de confusión, de caos. Y aquel que se sienta en esa silla puede verlo y escucharlo todo, pero no entender ni una mísera imagen, ni una mísera palabra. Eso es el vacío. El vacío actual se basa en demostrar a los que la habitan que tienen el poder sobre todo. Un poder que es violento y compulsivo. Es un todo que se consume y no se degrada. Se infla en el cerebro y explota produciendo un derrame que dejará a cada uno que crea en estas “verdades” en un estado de coma muy útil para la sociedad. Y bueno, el caído intelectual tiene, aun, la posibilidad de sobrevivir, porque se ha dado cuenta de lo que sucede.
Arthur Miller en su obra “Después de la Caída” habla de este levantarse, de este reconocer culpas y atribuciones. Pero la diferencia es que allí no existe el vacío, porque las particularidades ganan la batalla. Por más que estos sucesos privados estén representado una sociedad, el ejemplo no sirve en un cien por cien para ver lo que es en realidad una caída violenta auspiciada por el vacío social. Esa caída anterior que propone Miller se dio por causas muy diferentes. Los sucesos individuales siempre pueden cooperar a que uno se levante más fácilmente, ya que aislando uno puede dominar la situación. Pero, ¿qué sucede cuando esos sucesos son a nivel sociedad? ¿Qué le pasaría a Quentin si en realidad su caída no hubiese sido producto de sus problemas personales? No lo sé, pero quizás se puede hipotetizar que hoy día ese personaje sería uno de los que se sientan en la silla del vacío. Acomodado y tranquilamente narcotizado por el sonido y las imágenes; y no porque no sea un personaje que se deje llevar por eso, sino porque sería su única escapatoria real. La caída personal, aquella que surge de los problemas personales puede ser de ayuda para que el vacío gane su espacio y que esa persona termine en lo más profundo del abismo sin posibilidades de salir por no conocer los medios para hacerlo; pero realmente lo que produce la caída violenta de la que estoy hablando, la caída que Miller deja en una posición casi secundaria, es la que se da en el plano social, en donde las culpas están bien delimitadas por los dos bandos: el caído va a echarle la culpa a la sociedad por haberlo hecho caer y la sociedad va a decirle que él es el portador del defecto por no amoldarse a la vorágine del consumo. ¿Cómo poder amoldarse siempre a esa canibalización cuando es el mismo hombre el que es consumido? ¿Cómo poder decir algo contra esos caídos cuando en realidad son el pasto que dará de comer a los que aun no cayeron? Los olvidados, los que ya ni siquiera son vacío, son, en este caso, también parte del producto. Es gracias a ellos que se puede crecer.
Como dije al principio, la sociedad se basa en la violencia. Es necesario que existan los caídos para que los elegidos puedan mantener su posición. Y frente a esta solución, lamentablemente, pareciera que el vacío es el único lugar de provecho. Así lo hacen creer. Así se lo consume. Y los que pertenecen a esa vacío lo entienden así, ellos son productos y productores. El despierto es el que sufre, ahora por no encontrar lo que está buscando, luego porque eso que encuentra lo desvela aun más y termina por convertirlo en un ser con la felicidad vedada. Lo mismo sucede con el que no dejan dormir: fuera del vacío socialmente, se mantiene comiendo lo que puede llegar a encontrar, desesperanzando a sus hijos desde el mismo nacimiento. Han nacidos condenados. Mientras tanto la falsa felicidad, la falsa sabiduría, sólo se acuesta con aquellos que se acomodan bien en aquella silla.