miércoles, marzo 19

79 (Julio Cortazar, "Rayuela")

Sin palabras. La explicación justa (y nótese que digo "explciación", no "justificativo").

Nota pedantísima de Morelli: «Intentar el ‘roman comique’ en el sentido en que un texto alcance a insinuar otros valores y colabore así en esa antropofanía que seguimos creyendo posible. Parecería que la novela usual malogra la búsqueda al limitar al lector a su ámbito, más definido cuanto mejor sea el novelista. Detención forzosa en los diversos grados de lo dramático, psicológico, trágico, satírico o político. Intentar en cambio un texto que no agarre al lector pero que lo vuelva obligadamente cómplice al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos. Escritura demótica para el lector-hembra (que por lo demás no pasará de las primeras páginas, rudamente perdido y escandalizado, maldiciendo lo que le costó el libro), con un vago reverso de escritura hierática.
»Provocar, asumir un texto desaliñado, desanudado, incongruente, minuciosamente antinovelístico (aunque no antinovelesco). Sin vedarse los grandes efectos del género cuando la situación lo requiera, pero recordando el consejo gidiano, ne jamais profiter de l’élan acquis. Como todas las criaturas de elección del Occidente, la novela se contenta con un orden cerrado. Resueltamente en contra, buscar también aquí la apertura y para eso cortar de raíz toda construcción sistemática de caracteres y situaciones. Método: la ironía, la autocrítica incesante, la incongruencia, la imaginación al servicio de nadie.
»Una tentativa de este orden parte de una repulsa de la literatura; repulsa parcial puesto que se apoya en la palabra, pero que debe velar en cada operación que emprendan autor y lector. Así, usar la novela como se usa un revólver para defender la paz, cambiando su signo. Tomar de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre, y que el tratado o el ensayo sólo permite entre especialistas. Una narrativa que no sea pretexto para la transmisión de un ‘mensaje’ (no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje, así como el amor es el que ama); una narrativa que actúe como coagulante de vivencias, como catalizadora de nociones confusas y mal entendidas, y que incida en primer término en el que la escribe, para lo cual hay que escribirla como antinovela porque todo orden cerrado dejará sistemáticamente afuera esos anuncios que pueden volvernos mensajeros, acercarnos a nuestros propios límites de los que tan lejos estamos cara a cara.
»Extraña autocreación del autor por su obra. Si de ese magma que es el día, la sumersión en la existencia, queremos potenciar valores que anuncien por fin la antropofanía, ¿qué hacer ya con el puro entendimiento, con la altiva razón razonante? Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos, hierven de radiactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?»
Otra nota aparentemente complementaria:
«Situación del lector. En general todo novelista espera de su lector que lo comprenda, participando de su propia experiencia, o que recoja un determinado mensaje y lo encarne. El novelista romántico quiere ser comprendido por sí mismo o a través de sus héroes; el novelista clásico quiere enseñar, dejar una huella en el camino de la historia.
»Posibilidad tercera: la de hacer del lector un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podría llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es inútil para lograrlo: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencias (trasmitida por la palabra, es cierto, pero una palabra lo menos estética posible; de ahí la novela ‘cómica’, los anticlímax, la ironía, otras tantas flechas indicadoras que apuntan hacia lo otro).
»Para ese lector, mon semblable, mon frère, la novela cómica (¿y qué es Ulysses?) deberá trascurrir como esos sueños en los que al margen de un acaecer trivial presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar. En ese sentido la novela cómica debe ser de un pudor ejemplar; no engaña al lector, no lo monta a caballo sobre cualquier emoción o cualquier intención, sino que le da algo así como una arcilla significativa, un comienzo de modelado, con huellas de algo que quizá sea colectivo, humano y no individual. Mejor, le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento). Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice. En cuanto al lector-hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las hay muy bonitas, muy trompe l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme. Con lo cual todo el mundo sale contento, y a los que protesten que los agarre el beriberi.»

lunes, marzo 17

Plumas (Raymond Carver)

El texto que abre el libro Catedral. Uno de esos textos que parecen decir algo más cada vez que lo leo. A aprovecharse y a buscar la peli que hicieron sobre el mismo para discutirla en algún foro.

Ese amigo mío del trabajo, Bud, nos había invitado a cenar a Fran y a mí. Yo no conocía a su mujer y él no conocía a Fran. Así que estábamos a la par. Pero Bud y yo éramos amigos. Y yo sabía que en casa de Bud había un niño pequeño. Aquel niño debía de tener ocho meses de edad cuando Bud nos invitó a cenar. ¿Qué ha sido de esos ocho meses? ¡Qué deprisa ha pasado el roja y un envoltorio que decía: ¡ES UN NIÑO! Yo no fumo puros, pero cogí uno de todos modos. —Coge un par de ellos —dijo Bud, sacudiendo la caja—. A mí tampoco me gustan los puros. Es idea de ella. Se refería a su mujer. Olla. Yo no conocía a la mujer de Bud, pero una vez oí su voz por teléfono. Era un sábado por la tarde, y no me apetecía hacer nada. Así que llamé a Bud para ver si él quería hacer algo. La mujer cogió el teléfono. —¿Dígame? Me desconcerté y no pude recordar su nombre. La mujer de Bud. Bud me lo había dicho una buena cantidad de veces. Pero me entraba por una oreja y me salía por otra. —¡Dígame! —repitió la mujer. Oí un aparato de televisión. Luego, la mujer añadió—: ¿Quién es? Oí llorar a un niño. —¡Bud! —gritó la mujer. —¿Qué? —oí contestar a Bud. Seguía sin acordarme de cómo se llamaba. Así que colgué. Cuando volví a ver a Bud en el trabajo no le dije que había llamado, claro está. Pero insistí y logré que mencionara el nombre de su mujer. —Olla —dijo. Olla, repetí para mí. Olla. —Nada especial —dijo Bud. Estábamos en el comedor, tomando café—. Sólo nosotros cuatro. Tu parienta y tú, y Olla y yo. Sin cumplidos. Venid sobre las siete. Olla da de comer al niño a las seis. Después le acuesta, y luego cenamos. Nuestra casa no es difícil de encontrar. Pero ahí tienes un mapa. Me dio una hoja de papel con trazos de todas clases que indicaban carreteras principales y secundarias, senderos y cosas así, con flechas que apuntaban a los cuatro puntos cardinales. Una amplia X marcaba el emplazamiento de su casa. —Lo esperamos con impaciencia —le dije. Pero Fran no estaba muy emocionada. Por la noche, mientras veíamos la televisión, le pregunté si deberíamos llevar algo a casa de Bud. —¿Como qué? —me contestó—. ¿Te ha dicho él que llevemos algo? ¿Cómo voy a saberlo? No tengo ni idea. Se encogió de hombros y me lanzó una mirada torva. Ya me había oído antes hablar de Bud. Pero no le conocía y no tenía interés en conocerle. —Podríamos llevar una botella de vino —añadió—. Pero a mí me da igual. ¿Por qué no llevas vino? Meneó la cabeza. Sus largos cabellos se balanceaban hacia adelante y hacia atrás por encima de sus hombros. «¿Por qué necesitamos a más gente?», parecía decir. Nos tenemos el uno al otro. —Ven aquí —le dije. Se acercó un poco más para que pudiera abrazarla. Fran es como un gran vaso de agua. Con ese pelo rubio que le cae por la espalda. Cogí parte de su cabello y lo olí. Hundí la cara en él y la abracé más fuerte. A veces, cuando el pelo le cae por delante, tiene que recogerlo y echárselo por encima del hombro. Eso la pone furiosa. —Este pelo —dice— no me da más que molestias. Fran está empleada en una lechería, y en el trabajo tiene que llevar el pelo recogido. Ha de lavárselo todas las noches, y se lo cepilla cuando estamos sentados delante de la televisión. De vez en cuando amenaza con cortárselo. Pero no creo que lo haga. Sabe que me gusta mucho. Que me vuelve loco. Le digo que me enamoré de ella por su pelo. Que, si se lo cortara, posiblemente dejaría de quererla. A veces la llamo «Sueca». Podría pasar por sueca. En los momentos que pasábamos juntos por las noches, cuando se cepillaba el pelo, decíamos en voz alta las cosas que nos gustaría tener. Anhelábamos un coche nuevo; ésa es una de las cosas que deseábamos. Y nos apetecía pasar un par de semanas en Canadá. Pero niños no queríamos. No teníamos niños por la sencilla razón de que no queríamos tenerlos. A lo mejor alguna vez, nos decíamos. Pero por entonces lo dejábamos para más adelante. Pensábamos que podíamos seguir; esperando. Algunas noches íbamos al cine. Otras, simplemente nos quedábamos en casa y veíamos la televisión. En ocasiones Fran me hacía algo al horno y nos lo comíamos todo de una sentada, fuera lo que fuese. —A lo mejor no beben vino —sugerí. —Llévalo de todos modos —repuso Fran—. Si no lo quieren, nos lo beberemos nosotros. —¿Blanco o tinto? —pregunté. —Llevaremos algo dulce —contestó, sin prestarme atención alguna—. Pero si nos presentamos sin nada, me da igual. Esto es cosa tuya. No le demos muchas vueltas; de lo contrario se me quitarán las ganas de ir. Puedo hacer una tarta de frambuesas. O unas pastas. —Tendrán postre —observé—. No se invita a cenar a nadie sin preparar un postre. —A lo mejor tienen arroz con leche. ¡O «Jell-O»! Algo que no nos gusta. No sé nada de la mujer. ¿Cómo nos enteraríamos de lo que nos va a dar? ¿Y si nos pone «Jell-O»? —dijo, meneando la cabeza. Me encogí de hombros. Pero ella tenía razón, y añadió—: Esos puros viejos que te regaló. Llévalos. Así tú y él podréis iros al salón después de cenar para fumar y beber vino de oporto, o lo que sea que bebe esa gente de las películas. —De acuerdo, nos presentaremos sin nada. —Haré una hogaza de pan y la llevaremos. Bud y Olla vivían a unos treinta kilómetros de la ciudad. Hacía tres años que vivíamos allí, pero Fran y yo no habíamos dado ni una puñetera vuelta por el campo. Daba gusto conducir por aquellas carreteras pequeñas y sinuosas. La tarde estaba empezando, hacía bueno y veíamos campos verdes, cercas, vacas lecheras que avanzaban despacio hacia viejos establos. También mirlos de alas encarnadas posados en las cercas, y palomas dando vueltas alrededor de los heniles. Había huertas y esas cosas, flores silvestres y casitas apartadas de la carretera. —Ojalá tuviéramos una casa por aquí —dije. Sólo era una idea vana, otro deseo que no iría a parte alguna. Fran no contestó. Estaba ocupada mirando el mapa de Bud. Llegamos a la encrucijada de cuatro caminos que había señalado. Giramos a la derecha, como decía el mapa, y recorrimos exactamente cuatro kilómetros y ochocientos cincuenta metros. Al lado izquierdo de la carretera, vi un sembrado de maíz, un buzón de correos y un largo camino de grava. Al final del camino, rodeada por algunos árboles, se erguía una casa con porche. Tenía chimenea. Pero era verano, de modo que no salía humo, claro está. Sin embargo, me pareció un bonito panorama, y así se lo dije a Fran. —Parece un campamento de vagabundos —repuso ella. Torcí y entré en el camino. A ambos lados crecía maíz. Era más alto que el coche. Oí reclinar la grava bajo las ruedas. Al acercarnos a la casa, vi un huerto con cosas verdes del tamaño de pelotas de béisbol que colgaban de un emparrado. —¿Qué es eso? —pregunté. —¿Cómo voy a saberlo? —dijo Fran—. Calabazas, tal vez. No tengo ni idea. —Oye, Fran, tómatelo con calma. No contestó. Se mordió el labio. Al llegar a la casa apagó la radio. En el jardín había una cuna y en el porche unos juguetes desperdigados. Paré delante de la casa y apagué el motor. Entonces fue cuando oímos aquel horrible berrido. Había una criatura en la casa, desde luego, pero el grito era demasiado fuerte para ser de niño. —¿Qué ha sido eso? —dijo Fran. Entonces, algo tan grande como un buitre bajó de un árbol dando fuertes aletazos y aterrizó justo delante de nosotros. Se agitó. Torció su largo cuello hacia el coche, alzó la cabeza y nos miró. —¡Cristo! —exclamé. Me quedé inmóvil, con las manos en el volante y mirando aquella cosa. —Es increíble —dijo Fran—. Nunca había visto uno de verdad. Ambos sabíamos que era un pavo real, claro, pero no pronunciamos la palabra en voz alta. Sólo lo miramos. El pájaro echó la cabeza hacia arriba y lanzó de nuevo su áspero bramido. Había ahuecado las alas y parecía tener el doble de tamaño que cuando aterrizó. —¡Cristo! —repetí. Nos quedamos donde estábamos, en el asiento delantero. El pájaro avanzó un poco hacia adelante. Luego volvió la cabeza a un lado y se puso en tensión. No nos quitaba de encima los ojos, brillantes y frenéticos. Tenía la cola levantada, y era como un abanico enorme abriéndose y cerrándose. En aquella cola relucían todos los colores del arco iris. —¡Dios mío! —dijo Fran en voz baja, poniéndome la mano en la rodilla. —¡Cristo! —volví a exclamar. No se podía decir otra cosa. El pájaro lanzó de nuevo aquel grito extraño y quejumbroso «¡Mii oo, mii oo!, decía. Si hubiese oído algo así en plena noche por primera vez, habría pensado que procedía de una persona agonizante o de un animal salvaje y peligroso. Se abrió la puerta y Bud apareció en el porche. Se estaba abrochando la camisa. Tenía el pelo mojado. Parecía como s acabara de salir de la ducha. —¡Cierra el pico, Joey! —ordenó al pavo real. Dio unas palmadas y el pájaro retrocedió un poco. —Basta ya. ¡Ya está bien, cállate! ¡Calla, fiera! Bud bajó los escalones. Mientras venía hacia el coche se remetió la camisa. Llevaba lo mismo que en el trabajo: pantalones vaqueros y una camisa de algodón. Yo me había puesto pantalones de vestir y una camisa de manga corta. Los mocasines buenos. Cuando vi lo que llevaba Bud, me sentí incómodo tan trajeado. —Me alegro de que lo hayáis encontrado —dijo Bud al llegar al coche—. Entrad. —Hola, Bud —le saludé. Fran y yo bajamos del coche. El pavo real se mantuvo apartado, moviendo de un lado para otro la innoble cabeza. Tuvimos cuidado de guardar cierta distancia entre él y nosotros. —¿Alguna dificultad en encontrar el sitio? —me preguntó Bud. Ni había mirado a Fran. Esperaba que se la presentase. —Las indicaciones eran buenas —contesté—. Oye, Bud, ésta es Fran. Fran, Bud. Te conoce de oídas, Bud. Se echó a reír y se dieron la mano. Fran era más alta que Bud. Bud tuvo que levantar la vista. —El habla de ti —dijo Fran, retirando la mano—. Bud por aquí Bud por allá. Casi eres la única persona de por aquí de la que habla. Es como si ya te conociera. No perdía de vista al pavo real, que se había acercado al porche. —Es que es amigo mío —repuso Bud—. Tiene que hablar de mí. Entonces sonrió y me dio un suave puñetazo en el brazo. Fran seguía sosteniendo su hogaza de pan. No sabía qué hacer con ella. Se la dio a Bud. —Os hemos traído algo. Bud cogió la hogaza. Le dio la vuelta y la miró como si fuese la primera que hubiera visto en la vida. —Es muy amable de vuestra parte. Se llevó la hogaza a la cara y la olió. —La ha hecho Fran —expliqué a Bud. Bud asintió con la cabeza. —Vamos dentro; os presentaré a la esposa y madre. Se refería a Olla, desde luego. Olla era la única madre de la casa. Bud me había contado que su madre había muerto y que su padre se había largado cuando él era pequeño. De una carrera, el pavo real se plantó delante de nosotros, saltando al porche cuando Bud abrió la puerta. Trataba de entrar en la casa. —¡Ah! —exclamó Fran mientras el pavo real se apretaba contra su pierna. —¡Joey, maldita sea! —le reprendió Bud, dándole un golpe en la cocorota. El pájaro retrocedió por el porche y se estremeció. Las plumas de la cola resonaron al agitarse. Bud hizo como si fuera a darle una patada, y el pavo real retrocedió un poco más. Luego, Bud sostuvo la puerta para que entráramos. —Ella deja entrar en la casa al puñetero bicho. Dentro de poco el condenado éste querrá comer en la mesa y dormir en la cama. Fran se detuvo nada más pasar el umbral. Se volvió y miró el maizal. —Tenéis una casa muy bonita —dijo. Bud seguía sujetando la puerta—. ¿Verdad, Jack? —Ya lo creo. Me sorprendió oírla decir eso. —Un sitio como éste no resulta todo lo enloquecedor que pueda parecer —dijo Bud sin soltar la puerta. Hizo un movimiento amenazador hacia el pavo real—. Te ayuda a ir tirando. Nunca hay un momento de aburrimiento. Pasad dentro, amigos. —Oye, Bud —le dije—, ¿qué es lo que crece allí? —Son tomates —contestó. —Vaya granjero que me he echado —comentó Fran, meneando la cabeza. Bud se echó a reír. Entramos. Una mujercita regordeta con el pelo recogido en un moño nos aguardaba en el cuarto de estar. Tenía las manos cogidas debajo del delantal. Y las mejillas de un color subido. Al principio pensé que estaría sofocada, o enfadada por algo. Me echó una mirada y se fijó en Fran. No de manera hostil, sólo mirándola. Con la vista en Fran, siguió ruborizándose. —Olla, ésta es Fran. Y éste es mi amigo Jack. Lo sabes todo de Jack. Amigos, ésta es Olla —dijo Bud. Le dio el pan a Olla. —¿Qué es esto? —dijo la mujer—. ¡Ah, es pan casero! Pues gracias. Sentaos en cualquier sitio. Poneos cómodos. Bud, ¿por qué no les preguntas qué quieren beber? Tengo algo en el fogón. Dejó de hablar y se retiró a la cocina con el pan. —Tomad asiento —dijo Bud. Fran y yo nos dejamos caer pesadamente en el sofá. Saqué los cigarrillos. El cogió un objeto pesado de encima del televisor. —Utiliza esto —dijo, poniéndolo delante de mí, en la mesita. Era uno de esos ceniceros de cristal moldeados en forma de cisne. Encendí y dejé caer la cerilla por la abertura de la parte posterior del cisne. Vi cómo salía del cisne un hilillo de humo. El televisor en color estaba funcionando, así que lo miramos durante unos momentos. En la pantalla, unos coches preparados corrían a toda velocidad por una pista. El comentarista hablaba con voz solemne. Pero parecía estar conteniendo su emoción. —Aún estamos a la espera de la confirmación oficial —decía el locutor. —¿Queréis ver esto? —preguntó Bud, que seguía de pie. Yo dije que me daba igual. Y era verdad. Fran se encogió de hombros. «¿Qué más me da?», pareció decir. De todos modos, el día estaba echado a perder. —Sólo quedan unas veinte vueltas —anunció Bud—. Ya falta poco. Antes se ha formado una buena carambola. Media docena de coches destrozados. Algunos pilotos han resultado heridos. Todavía no han dicho si muy graves. —Déjalo puesto —dije—. Vamos a verlo. —A lo mejor, uno de esos condenados coches explota delante de nosotros —observó Fran—. O si no, puede que alguno se precipite contra la tribuna y mate al chico que vende esas raquíticas salchichas. Se pasó los dedos por un mechón de pelo y mantuvo la vista fija en el televisor. Bud miró a Fran para ver si estaba bromeando. —Lo otro, el choque múltiple, fue digno de verse. Cada accidente provocaba otro. Gente, coches, piezas por todos lados. Bueno, ¿qué queréis que os traiga? Tenemos cerveza, y hay una botella de Old Crow. —¿Qué bebes tú? —pregunté a Bud. —Cerveza. Es buena y está fría. —Tomaré cerveza —dije. —Yo tomaré de ese Old Crow con un poco de agua —dijo Fran—. En un vaso alto, por favor. Con un poco de hielo. Gracias, Bud. —Eso es cosa hecha —dijo Bud. Echó otra mirada al televisor y se marchó a la cocina. Fran me dio con el codo y movió la cabeza en dirección al televisor. —Mira ahí encima —susurró—. ¿Ves lo que yo? Miré adonde ella decía. En un estrecho florero rojo alguien había apretujado unas cuantas margaritas. Junto al florero, sobre el tapete, estaba expuesta una de las dentaduras más melladas y retorcidas del mundo. Aquella cosa horrible no tenía labios ni mandíbulas tampoco, eran sólo los viejos dientes de yeso metidos en algo semejante a gruesas encías de color amarillo. Justamente entonces Olla volvió con una lata de frutos secos y una botella de cerveza sin alcohol. Ya se había quitado el delantal. Puso la lata en la mesita, junto al cisne. —Servios —dijo—. Bud os está preparando las copas. Volvió a ruborizarse. Se sentó en una vieja mecedora de mimbre y la puso en movimiento. Bebió de su cerveza sin alcohol y miró la televisión. Bud volvió trayendo una bandejita de madera con el vaso de whisky con agua para Fran y con mi botella de cerveza. En la bandeja traía otra botella de cerveza para él. —¿Quieres vaso? —me preguntó. Meneé la cabeza. Me dio una palmadita en la rodilla y se volvió hacia Fran. —Gracias —dijo ella, cogiendo el vaso. Su mirada se dirigió de nuevo a la dentadura. Bud se dio cuenta de adonde miraba. Los coches chirriaban por la pista. Cogí la cerveza y presté atención a la pantalla. La dentadura no era asunto mío. —Así es como Olla tenía los dientes antes de ponerse el aparato de corrección —explicó Bud a Fran—. Yo estoy acostumbrado a ellos. Pero supongo que parecen una cosa rara ahí encima. La verdad es que no sé por qué los guarda. Miró a Olla. Luego a mí, haciéndome un guiño. Se sentó en su butaca y cruzó las piernas. Bebió cerveza y fijó la vista en Olla. Olla volvió a ponerse encarnada. Tenía en la mano la botella de cerveza sin alcohol. Bebió un trago. —Me recuerdan lo mucho que le debo a Bud —dijo. —¿Cómo has dicho? —preguntó Fran. Estaba picando de la lata de frutos secos, comiendo anacardos. Dejó lo que estaba haciendo y miró a Olla—. Disculpa, pero no me he enterado. Fran miró fijamente a la mujer y aguardó su respuesta. Olla se ruborizó de nuevo. —Tengo muchas cosas por las que estar agradecida —dijo—. Esa es una por la que tengo que darle las gracias. Tengo los dientes a la vista para recordar lo mucho que le debo a Bud. —Bebió otro trago. Luego apartó la botella y añadió—: Tienes los dientes bonitos, Fran. Me di cuenta en seguida. Pero a mí me salieron torcidos de pequeña. —Se dio unos golpéenos con a uña en un par de dientes delanteros—. Mis padres no podían permitirse el lujo de arreglármelos. Me salían cada cual por su lado. A mi primer marido le traía sin cuidado el aspecto que yo tuviera. ¡A él qué iba a importarle! Lo único que le importaba era de dónde iba a sacar la próxima copa. Sólo tenía un amigo en el mundo, y era la botella. —Meneó la cabeza—. Luego apareció Bud y me sacó de aquel lío. Cuando estuvimos juntos, lo primero que dijo Bud fue: «Vamos a ir a que te arreglen los dientes.» Ese molde me lo hicieron justo después de que Bud y yo nos conociéramos, en mi segunda visita al ortodoncista. Antes de que me pusieran el aparato. El rostro de Olla seguía colorado. Se puso a mirar a la imagen de la pantalla. Bebió cerveza de la suya y no parecía tener más que decir. —Ese ortodoncista debía ser un mago —comentó Fran, echando otra mirada a la dentadura terrorífica, encima de la televisión. —Era estupendo —repuso Olla. Se volvió en la mecedora y añadió—: ¿Veis? Abrió la boca y nos mostró los dientes de nuevo, esta vez sin timidez alguna. Bud se dirigió a la televisión y cogió la dentadura. Se acercó a Olla y le puso el molde junto a la mejilla. —Antes y después —dijo. Olla alzó la mano y le quitó el molde a Bud. —¿Sabéis una cosa? El ortodoncista quería quedarse con esto. —Mientras hablaba, lo tenía en el regazo—. Le dije que de eso, nada. Le hice ver que eran mis dientes. Así que, en cambio, le sacó unas fotografías al molde. Me dijo que las iba a sacar en una revista. —Imaginaos qué clase de revista sería. No creo que haya mucha demanda para esa clase de publicación —dijo Bud, y todos reímos. —Cuando me quitaron el aparato, seguí llevándome la mano a la boca cuando me reía. Así —dijo—. Todavía lo hago a veces. La costumbre. Un día dijo Bud: «Ya puedes dejar de hacer eso, Olla. No tienes por qué taparte unos dientes tan bonitos. Ahora tienes una dentadura preciosa.» Olla miró a Bud. Bud le guiñó un ojo. Ella sonrió y bajó la vista. Fran dio un sorbo a su copa. Tomé un poco de cerveza. Yo no sabía qué decir sobre todo aquello. Y Fran tampoco. Pero estaba seguro de que después haría muchos comentarios al respecto. —Olla —dije—, yo llamé una vez aquí. Tú contestaste al teléfono. Pero colgué. No sé por qué lo hice. Le di un sorbo a la cerveza. No sabía por qué había sacado el asunto a relucir. —No me acuerdo —repuso Olla—. ¿Cuándo fue? —Hace tiempo. —No lo recuerdo —repitió, meneando la cabeza. Pasó los dedos por la dentadura de yeso que tenía en el regazo. Miró la carrera y siguió meciéndose. Fran me miró. Se mordió el labio. Pero no dijo nada. —Bueno —dijo Bud—, ¿qué contáis? —Tomad más frutos secos —nos recomendó Olla—. La cena estará lista dentro de poco. Se oyó un grito en una habitación al fondo de la casa. —Ya empieza —dijo Olla a Bud, haciendo una mueca. —Es el pequeño —explicó Bud. Se reclinó en la butaca y vimos el resto de la carrera, tres o cuatro vueltas, sin sonido. Una o dos veces volvimos a oír al niño, grititos inquietos que venían de la habitación del fondo. —No sé —dijo Olla. Se levantó de la mecedora—. Casi está todo listo para que nos sentemos a la mesa. Sólo tengo que terminar de hacer la salsa. Pero antes será mejor que le eche una mirada. ¿Por qué no vais a sentaros a la mesa? Sólo tardaré un momento. —Me gustaría ver al niño —dijo Fran. Olla seguía con los dientes en la mano. Se acercó al televisor y volvió a ponerlos encima. —Ahora se podría poner nervioso. No está acostumbrado a los extraños. Espera a ver si puedo dormirle otra vez. Luego podrás verle. Mientras esté dormido. Después se alejó por el pasillo hacia una habitación, y abrió la puerta. Entró en silencio y cerró la puerta. El niño dejó de llorar. Bud apagó el televisor y fuimos a sentarnos a la mesa. Bud y yo hablábamos de cosas del trabajo. Fran escuchaba. De vez en cuando incluso hacía alguna pregunta. Pero yo sabía que estaba aburrida, y quizá un poco molesta con Olla por no permitirle que viera al niño. Echó una mirada por la cocina de Olla. Se retorció un mechón de pelo entre los dedos y pasó revista a las cosas de Olla. Olla volvió a la cocina. —Le he cambiado y le he dado su pato de goma. Es posible que ahora nos deje comer. Pero no me hago ilusiones. Levantó una tapadera y apartó una cazuela del fogón. Echó una salsa roja en un tazón, y lo puso en la mesa. Levantó las tapaderas de otras cazuelas y miró a ver si todo estaba listo. En la mesa había jamón asado, boniatos, puré de patatas, habas, mazorcas de maíz, ensalada de lechuga. La hogaza de pan de Fran estaba en un lugar destacado, junto al jamón. —He olvidado las servilletas —dijo Olla—. Empezad vosotros. ¿Qué queréis beber? Bud bebe leche en todas las comidas. —Leche está muy bien —dije. —Agua para mí —dijo Fran—. Pero puedo ponérmela yo. No quiero que me sirvas. Ya tienes bastante que hacer. Hizo ademán de levantarse de la silla. —Por favor —dijo Olla—. Eres la invitada. Quédate quieta. Deja que te la traiga. Se estaba ruborizando de nuevo. Nos quedamos sentados con las manos en el regazo, esperando. Pensé en la dentadura de yeso. Olla volvió con servilletas, grandes vasos de leche para Bud y para mí y otro de agua con hielo para Fran. —Gracias —dijo Fran. —De nada —repuso Olla. Luego se sentó. Bud carraspeó. Inclinó la cabeza y dijo algunas palabras para bendecir la mesa. Hablaba en voz tan baja que apenas distinguí lo que decía. Pero comprendí su sentido; le daba gracias al Altísimo por los alimentos que íbamos a consumir. —Amén —dijo Olla cuando él terminó. Bud me pasó la bandeja del jamón y se sirvió puré de patatas. Entonces empezamos a comer. No hablamos mucho, salvo en alguna ocasión en que Bud o yo dijimos: «El jamón está muy bueno.» O: «Ese maíz dulce es el mejor que he comido en la vida.» —Lo que es extraordinario es el pan —dijo Olla. —Tomaré un poco más de ensalada, por favor, Olla —dijo Fran, tal vez ablandándose un poco. —Coge más de esto —decía Bud, pasándome la bandeja del jamón o el tazón de la salsa roja. De cuando en cuando oíamos los ruidos que hacía el niño. Olla volvía la cabeza para escuchar; luego, satisfecha de que fuese una agitación sin importancia, prestaba de nuevo atención a la comida. —El niño está de mal humor esta noche —le dijo Olla a Bud. —De todos modos, me gustaría verle —insistió Fran—. Mi hermana tiene una niña. Pero viven en Denver. ¿Cuándo podré ir a Denver? Tengo una sobrina que no conozco. Fran pensó en ello durante un momento y luego continuó comiendo. Olla se llevó a la boca el tenedor con un poco de jamón. —Esperemos que se duerma —dijo. —Queda mucho de todo —dijo Bud—. Comed todos un poco más de jamón y de boniatos. —Yo no puedo comer ni un bocado más —dijo Fran. Dejó el tenedor en el plato—. Está estupendo, pero estoy llena. —Tendrás que hacer sitio —le aconsejó Bud—. Olla ha hecho tarta de ruibarbo. —Creo que comeré un poco —repuso Fran—. Cuando los demás hayáis terminado. —Yo también —dije; pero sólo por cortesía. Odiaba la tarta de ruibarbo desde que a los trece años cogí una indigestión comiéndola con helado de fresa. Terminamos lo que nos quedaba en los platos. Entonces volvimos a oír al condenado pavo real. Esta vez el bicho estaba en el tejado. Hacía un ruido sordo al andar de un lado para otro por las tejas. —Joey se quedará frito en seguida —anunció Bud, meneando la cabeza—. Se cansará y se irá a acostar dentro de un momento. Duerme en uno de esos árboles. El pájaro lanzó su grito una vez más. «¡Mii OO!», decía. Nadie dijo nada. ¿Qué había que decir? —Quiere entrar, Bud —dijo Olla al cabo de poco. —Pues no puede —contestó Bud—. Tenemos invitados, por si no te has dado cuenta. Estas personas no quieren tener a un puñetero pajarraco en la casa. ¡Ese pájaro asqueroso y tu dentadura vieja! ¿Qué va a pensar la gente? Meneó la cabeza. Se rió. Todos reímos. Fran rió con todos nosotros. —No es asqueroso, Bud —protestó Olla—. ¿Qué te pasa? A ti te gusta Joey. ¿Desde cuándo has empezado a llamarle así? —Desde la vez que se cagó en la alfombra —dijo Bud y, dirigiéndose a Fran, añadió—: Perdona el lenguaje. Pero te aseguro que a veces me dan ganas de retorcerle el pescuezo a ese pajarraco. Ni siquiera vale la pena matarlo, ¿verdad, Olla? A veces me saca de la cama en plena noche con ese grito suyo. No vale un pimiento, ¿eh, Olla? Olla meneó la cabeza ante las tonterías de Bud. Removió unas cuantas habas por el plato. —¿Cómo es que tenéis un pavo real? —quiso saber Fran. —Siempre había soñado tener uno —contestó Olla, levantando la vista del plato—. Desde que era niña y vi la fotografía de uno en una revista. Pensé que era la criatura más hermosa que había visto nunca. Recorté la fotografía y la puse encima de la cama. Conservé la fotografía muchísimo tiempo. Luego, cuando Bud y yo vinimos a esta casa, vi mi oportunidad. Le dije: «Bud, quiero un pavo real.» Bud se rió de la idea. —Finalmente, pregunté por aquí —siguió Bud—. Oí hablar de un viejo que los criaba en el condado vecino. Aves del paraíso, los llamaba. Pagamos cien machacantes por esa ave del paraíso. —Se dio una palmada en la frente—. ¡Dios Todopoderoso, me he echado una mujer con gustos caros! Sonrió a Olla. —Sabes que eso no es cierto, Bud —dijo Olla que, dirigiéndose a Fran, añadió—: Aparte de todo, Joey es un buen guardián. Con Joey no necesitamos perro. Lo oye casi todo. —Si los tiempos se ponen difíciles, como suele pasar, meteré a Joey en la cazuela —advirtió Bud—. Con plumas y todo. —¡Bud! Eso no tiene gracia —dijo Olla. Pero se rió y todos echamos otra buena mirada a su dentadura. El niño empezó a llorar de nuevo. Esta vez iba en serio. Olla dejó la servilleta y se levantó de la mesa. —Si no es una cosa es otra —dijo Bud—. Tráelo aquí, Olla. —Ya voy —dijo Olla, yendo por el niño. El pavo real gimió otra vez, y sentí que se me erizaba el pelo en la nuca. Miré a Fran. Cogió la servilleta y luego la dejó. Miré por la ventana de la cocina. Afuera había oscurecido. La ventana estaba levantada y en el marco había una alambrada. Creí oír al pájaro en el porche de la entrada. Fran torció la cabeza para mirar al pasillo. Aguardaba a Olla y al niño. Al cabo del rato, Olla volvió con él. Le miré y contuve el aliento. Olla se sentó a la mesa con el niño. Lo sujetó por debajo de los sobacos para que pudiera sostenerse con los pies sobre su regazo y nos mirase. Olla miró a Fran y luego a mí. Esta vez no se ruborizó. Esperaba que uno de nosotros hiciera algún comentario. —¡Ah! —exclamó Fran. —¿Qué ocurre? —preguntó rápidamente Olla. —Nada. Creí haber visto algo en la ventana. Pensé que era un murciélago. —No hay murciélagos por aquí —aseguró Olla. —Quizá fuese una mariposa nocturna —dijo Fran—. Era algo raro. ¡Vaya, menudo niño! Bud estaba mirando al niño. Luego miró a Fran. Echó la silla sobre las patas de atrás y asintió con la cabeza. —Está bien —dijo, volviendo a asentir—, no te preocupes. Sabemos que ahora mismo no ganaría ningún concurso de belleza. No es ningún Clark Gable. Pero dale tiempo. Con un poco de suerte, ya sabes, crecerá y se parecerá a su padre. El niño estaba de pie en el regazo de Olla mirando en torno a la mesa, observándonos. Olla había bajado las manos hasta ponerlas en la cintura del niño para que éste pudiera mecerse hacia atrás y hacia adelante con sus gordas piernas. Sin excepción, era el niño más feo que había visto nunca. Era tan feo que no pude decir nada. Las palabras no me salían de los labios. No es que estuviese enfermo ni desfigurado. Nada de eso. Simplemente era feo. Tenía una cara grande y roja, ojos saltones, frente amplia y labios grandes y gruesos. Carecía de cuello propiamente dicho, y tenía tres o cuatro papadas bien llenas. Le formaban pliegues justo debajo de las orejas, que le brotaban de la cabeza calva. Carne grasienta le colgaba sobre las muñecas. Sus brazos y dedos eran gruesos. Llamarle feo era decir mucho en su favor. El niño feo hizo ruidos y saltó una y otra vez sobre el regazo de su madre. Luego dejó de brincar. Se inclinó hacia adelante y trató de meter su gruesa mano en el plato de Olla. Yo he visto niños. Mientras yo iba creciendo, mis dos hermanas tuvieron un total de seis hijos. Me crié entre niños. Los he visto a montones y de todas clases. Pero aquél lo superaba todo. Fran también le miraba fijamente. Supongo que tampoco sabía qué decir. —Es un tío fuerte, ¿no? —dije. —Por Dios que no tardará mucho en dedicarse al fútbol. Y con toda seguridad que no le faltará la comida en está casa. Como para corroborarlo, Olla pinchó con el tenedor un trozo de boniato y lo llevó a la boca del niño. —Tú eres mi niño, ¿verdad que sí? —le dijo a la criatura gorda, ignorándonos. El niño se inclinó hacia adelante y abrió la boca para engullir el boniato. Alargó la mano hacia el tenedor que Olla le daba y luego apretó los puños. Masticó y se balanceó un poco más sobre el regazo de la madre. Tenía los ojos tan saltones que parecía conectado a algún enchufe. —Es un niño estupendo, Olla —dijo Fran. El niño torció el gesto. Empezó a agitarse otra vez. —Deja entrar a Joey —dijo Olla a Bud. Bud dejó que las patas de su silla tocaran el suelo. —Creo que al menos deberíamos preguntar a esta gente si les importa —dijo. —Somos amigos —repuse—. Haced lo que queráis. —A lo mejor no les gusta tener en casa a un viejo pajarraco como Joey. ¿Se te ha ocurrido pensar en eso, Olla? —¿Os importa a vosotros? —nos preguntó Olla—. ¿Os importa que entre Joey? Esta noche las cosas no van bien con el pájaro. Con el niño tampoco, me parece. Está acostumbrado a que Joey esté dentro y a jugar un poco con él antes de irse a la cama. Ninguno de los dos está tranquilo esta noche. —A nosotros no nos preguntes —dijo Fran—. A mí no me importa que pase. Nunca he tenido uno cerca, hasta hoy. Pero no me importa. Me miró. Supongo que quería que yo dijese algo. —No, por Dios —dije—. Que entre. Cogí mi vaso y terminé la leche. Bud se levantó de la silla. Fue a la puerta y la abrió. Encendió las luces del jardín. —¿Cómo se llama vuestro niño? —preguntó Fran. —Harold —contestó Olla. Le dio al niño más boniato de su plato—. Es muy inteligente. Listo como el hambre. Siempre entiende lo que le dices. ¿Verdad, Harold? Espera a tener un niño, Fran. Ya verás. Fran sólo la miró. Oí que la puerta de entrada se abría y luego se cerraba. —Ya lo creo que es listo —dijo Bud al volver a la cocina—. Ha salido al padre de Olla. Ese sí que era un viejo listo. Miré detrás de Bud y vi que el pavo real se había quedado en el cuarto de estar, sacudiendo la cabeza de un lado para otro, como cuando se mueve un espejo de mano. Se sacudió, y el ruido fue como un mazo de cartas barajándose. Avanzó un paso. Luego otro. —¿Puedo coger al niño? —pidió Fran. Lo dijo como si Olla le hiciese un favor permitiéndoselo. Olla le pasó el niño por encima de la mesa. Fran trató de que el niño se acomodara en su regazo. Pero él empezó a retorcerse y a hacer pucheros. —Harold —dijo Fran. Olla miraba a Fran con el niño. —Cuando el abuelo de Harold tenía dieciséis años, se propuso leerse la enciclopedia de cabo a rabo. Y lo hizo. La terminó a los veinte. Justo antes de que conociera a madre. —¿Dónde vive ahora? —pregunté—. ¿A qué se dedica? Quería saber qué había sido de un hombre que se había marcado un objetivo así. —Ha muerto —repuso Olla. Miraba a Fran, que para entonces tenía al niño tumbado y atravesado sobre sus rodillas. Le dio unos golpecitos bajo una de las papadas. Empezó a decirle cosas de esas que se dicen a los niños. —Trabajaba en el bosque —dijo Bud—. Unos leñadores dejaron caer un árbol encima de él. —Mamá recibió algo de dinero del seguro —prosiguió Olla—. Pero se lo gastó. Bud le envía un poco todos los meses. —No mucho —explicó Bud—. A nosotros no nos sobra. Pero es la madre de Olla. Para entonces, el pavo real se había envalentonado y empezaba a avanzar despacio, con pequeños movimientos bruscos y oscilantes, en dirección a la cocina. Llevaba la cabeza erguida, aunque torcida hacia un lado, con los ojos rojos fijos en nosotros. La cresta, un ramillete de plumas, sobresalía unos centímetros por encima de su cabeza. Un penacho se alzaba en su cola. El pájaro se detuvo a unos pasos de la mesa y se quedó observándonos. —No los llaman aves del paraíso sin razón —comentó Bud. Fran no levantó la vista. Dedicaba toda su atención al niño. Empezó a hacerle cosquillitas, lo que, en cierto modo, le gustaba a la criatura. Es decir, al menos dejó de estar inquieto. Lo alzó a la altura de su cara y le musitó algo al oído. —Y ahora, no le cuentes a nadie lo que te he dicho. El niño la miró fijamente con sus ojos saltones. Luego alargó la mano y agarró un mechón de los cabellos rubios de Fran. El pavo real se acercó más a la mesa. Ninguno de nosotros dijo nada. Simplemente nos quedamos .quietos, Harold vio al pájaro. Soltó el pelo de Fran y se irguió sobre su regazo. Señaló al ave con sus gruesos dedos. Empezó a brincar y a hacer ruido. El pavo real dio rápidamente una vuelta a la mesa y se aproximó al niño. Frotó su largo cuello por las piernas de la criatura. Metió el pico bajo la parte de arriba del pijama del niño balanceando la cabeza de un lado para otro. El niño rió agitando los pies. Apoyándose en la espalda, el niño bajó rápidamente de las rodillas de Fran hasta el suelo. El pavo real siguió arremetiendo contra el niño, como si estuvieran metidos en un juego suyo. Fran retuvo al niño apretado contra sus piernas mientras la criatura se esforzaba por avanzar. —Es sencillamente increíble —dijo. —Ese pavo real está loco, eso es todo —dijo Bud—. El puñetero bicho no sabe que es un pájaro; ése es su principal problema. Olla sonrió y nos mostró los dientes de nuevo. Miró a Bud, que retiró la silla de la mesa y asintió con la cabeza. Harold era un niño feo. Pero por lo que yo sé, creo que eso no les importaba mucho a Bud y a Olla. O si les importaba, tal vez pensasen: «Bueno, es feo, ¿y qué? Es nuestro niño. Y eso es sólo una etapa. Muy pronto vendrá otra. Hay esta etapa y luego viene la siguiente. Las cosas acabaran bien a la larga, una vez que se hayan recorrido todas las etapas.» Quizá pensaron algo así. Bud cogió al niño y le hizo girar por encima de la cabeza hasta que Harold se puso a chillar. El pavo real plegó las plumas y se quedó mirando. Fran meneó la cabeza otra vez. Se alisó el vestido por la parte donde había tenido al niño. Olla cogió el tenedor y jugueteó con las habas de su plato. Bub se colocó al niño sobre la cadera. —Todavía queda la tarta y el café —dijo. Aquella noche en casa de Bud y Olla fue algo muy especial. Comprendí que era especial. Aquella noche me sentí a gusto con casi todo lo que había hecho en la vida. No podía esperar a estar a solas con Fran para hablarle de cómo me sentía. Aquella noche formulé un deseo. Sentado a la mesa, cerré los ojos un momento y pensé mucho. Lo que deseaba era no olvidar nunca, o dejar escapar, de algún modo, aquella noche. Ese es uno de los deseos míos que se han realizado. Y me dio mala suerte que resultase así. Pero, desde luego, eso no lo sabía entonces. —¿En qué estás pensando, Jack? —me preguntó Bud. —Sólo estoy pensando —le contesté, sonriendo. —¿En qué? —insistió Olla. Me limité a sonreír otra vez y a menear la cabeza. Aquella noche, cuando ya habíamos vuelto a casa y estábamos bajo las sábanas, Fran dijo: —¡Cariño, lléname de tu semilla! Sus palabras me llegaron hasta los dedos de los pies, aullé y me dejé ir. Más adelante, después de que las cosas cambiaran para nosotros y de que hubiese venido el niño, después de todo eso, Fran recordaba aquella noche en casa de Bud como el principio del cambio. Pero se equivocaba. El cambio sobrevino más tarde; y cuando ocurrió, fue como si les hubiese pasado a otros, no como algo que nos estuviese sucediendo a nosotros. —Malditos sean aquella gente y su niño feo —decía Fran, sin razón aparente, mientras veíamos la televisión ya entrada la noche—. Y aquel pájaro maloliente. ¡Por Dios, qué necesidad hay de esas cosas! Repetía mucho esa clase de cosas, aun cuando no volvió a ver a Bud y Olla desde aquella vez. Fran ya no trabaja en la lechería, y hace mucho que se ha cortado el pelo. Y también ha engordado. No hablamos de ello. ¿Qué podría decir? Sigo viendo a Bud en la fábrica. Trabajamos juntos y abrimos juntos las fiambreras del almuerzo. Si le pregunto, me habla de Olla y de Harold. Joey no aparece en la conversación. Una noche voló a su árbol y todo terminó para él. No volvió a bajar. «La vejez, quizá», dice Bud. Luego las lechuzas se apoderaron de él. Bud se encoge de hombros. Se come el bocadillo y dice que Harold será defensa algún día. —Tendrías que ver a ese niño —dice Bud. Yo digo que sí con la cabeza. Seguimos siendo amigos. Eso no ha cambiado nada. Pero tengo cuidado con lo que le digo. Sé que él lo nota y que desearía que fuese diferente. Yo también. Muy de tarde en tarde me pregunta por mi familia. Cuando lo hace, le digo que todo va bien. —Todo va estupendamente —le digo. Cierro la fiambrera del almuerzo y saco los cigarrillos. Bud asiente con la cabeza y bebe a sorbos el café. Lo cierto es que mi chico tiene tendencia al disimulo. Pero no hablo de ello. Ni siquiera con su madre. Con ella aún menos. Hablamos cada vez menos, ésa es la verdad. Por lo general, lo único que hacemos es ver la televisión. Pero recuerdo aquella noche. Me acuerdo de la manera en que el pavo real levantaba sus patas grises y recorría centímetro a centímetro el contorno de la mesa. Y, luego, mi amigo y su mujer dándonos las buenas noches en el porche. Olla le dio a Fran unas plumas de pavo real para que se las llevara a casa. Recuerdo que todos nos dimos la mano, nos abrazamos, diciéndonos cosas. En el coche, Fran se sentó muy cerca de mí mientras nos alejábamos. Me puso la mano en la pierna. Así fuimos a casa desde el hogar de mi amigo.

lunes, febrero 18

Escribir un cuento (Raymond Carver)

No es ninguna noticia fresca el que yo admiro y, en cierta medida, sigo la escritura del escritor norteamerciano Raymond Carver. Su relectura, hoy, en mí, alimenta otra vez un montón de mecanismos de escritura que, por algún tiempo, sospeché adormecidos bajo otros influjos. Hoy, a modo de una primera punzada a mí mismo sobre el tema, subo este texto que, en verdad, es un faro de discusión para todos los que estén embarrados en este asunto de la escritura.



Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

viernes, febrero 1

El último (Haroldo Conti)

Texto que fue origen de un trabajo sobre él y su literatura. Trabajo que subiré pronto, prometo.
Un buen día me hice un vago. Así como lo oyen. No sé cuándo empezó pero aquí me tienen, tumbado a un costado del camino esperando que pase un camión y me lleve a cualquier parte. Ustedes deben haber visto un tipo de esos desde la ventanilla de un ómnibus o del tren. Pues yo soy uno de esos exactamente y puedo asegurarles que me siento muy a gusto. Cualquiera de ustedes dirian que solamente al último de los hombres se le puede ocurrir tal cosa. Soy el último de los hombres. También eso. Lo que posiblemente a nadie se le pase por la cabeza es que alguien pueda ser feliz justamente siendo el último de los hombres. Ni siquiera a mí mismo se me hubiera ocurrido hace un tiempo, cuando, dentro de mis alcances, luchaba con todas mis fuerzas para estar entre los primeros. Pero no es eso lo que quiero decir, al menos por ahora.
Me preguntaba sencillamente cuándo empezó. Éste es un hábito que me queda de la otra vida, es decir, la vida de ustedes porque qué puede importarle a un verdadero vago cómo y cuándo empezó cualquier cosa. El día que se me quite esta costumbre habré alcanzado la perfección pero comprenderán ustedes que no puedo proponérmelo porque, ante todo, un vago no se propone nada, de manera que lo mejor es dejar así las cosas.
Mezclando un asunto y otro, lo mismo me pregunté el día que, del brazo de Margarita, mis manoseos en Parque Lezama, que entonces no tenía esas malditas luces de mercurio que le alumbran a uno hasta el pensamiento, me encontré frente a un cura. Tal vez la cosa empezó ahí. No quiero decir que me tomara desprevenido pero de cualquier forma con el tiempo pareció que había sido así. Entonces me estaba preguntando cómo y cuándo fue que empezó aquella vida de perro. No es que hubiese dejado de querer a Margarita.
Supongo que tampoco ella había dejado de quererme, a su manera. Pero justamente era esa podrida manera lo que me tenía desconcertado. Bastara que yo dijera blanco para que ella dijera negro. De saberlo un poco antes yo también habría dicho negro aunque estoy seguro de que eso tampoco habría servido para nada porque lo más probable es que entonces ella hubiese dicho blanco. Así era Margarita y no le guardo rencor.
Quiero que comprendan esto. No le guardo rencor a Margarita ni a toda esa puta vida, como se dice vulgarmente y para abreviar. En ese caso no sería un verdadero vago, si bien tampoco lo soy del todo, aunque por otro motivo, como queda dicho.
¿Me creerán ustedes si les digo que, a pesar de todo, conservo muy buenos recuerdos de aquel tiempo? Yo era feliz, también a mi manera, y si aquello terminó es porque no podía pasar otra cosa. Quiero decir que mis pies apuntaban en una dirección y los de ella en otra y la tristeza habría sido seguir juntos cuando cada uno tenía su camino por delante. En cuanto a ella, es posible que a estas horas esté maldiciendo al tipo aquel que se le cruzó un día en el camino, lo cual es muy propio de Margarita. Si dejara de hacerlo pues simplemente dejaría de ser Margarita. Eso es lo que trato de decir. Cada uno es una flecha lanzada en una dirección y no hay como dejarse llevar para acertar en el blanco, cualquiera sea.
Hablando con estricta justicia más bien fue Margarita la que se me cruzó en mi camino y no yo en el de ella. Sin embargo, estoy dispuesto a reconocer que fue una simple coincidencia. Por coincidencia tomábamos el 48 a la misma hora, por coincidencia bajábamos en la misma esquina y, supongo que por coincidencia, un día me atravesó una de sus piernas entre las mías. En fin, otro día la acompañé hasta la casa y por coincidencia estaba el viejo en la puerta. Cuando quise acordarme estaba adentro tomando una copita de anís y hablando de la decadencia de las costumbres, un tema, como se ve, que puede terminar en cualquier cosa. En aquel tiempo yo era hincha furioso de Estudiantes de La Plata, cosa que todavía hoy no me explico. Los domingos iba a la cancha con toda la bosta en el camioncito de los hermanos Antonelli. La bosta fue lo que dijo Margarita el primer domingo después de casados que traté de ir a la cancha. Jugaban Estudiantes y Chacarita, lo recuerdo aunque no viene al caso. Hasta entonces la bosta habían sido "los muchachos", cariñosamente. Inclusive llegó a tejerme una bufanda con los colores de Estudiantes. Esto es lo que se dice astucia femenina pero yo digo simplemente la vida.
Dije adiós a la bosta y me puse a trabajar como un condenado a trabajos forzados. Soy un tipo optimista por naturaleza, como ustedes habrán visto, de manera que con el tiempo hasta a eso le encontré el gusto. Los demás tipos, es decir, la verdadera bosta, gemían y crujían a mi alrededor. Yo en cambio pateaba alegremente la calle primero vendiendo seguros de La Agrícola y después caminos, esteras y carpetas de formio, coco y sisal. Los sábados me la pasaba cambiando los muebles de lugar, tapando las manchas de humedad y escuchando en todo momento los reproches y maldiciones de Margarita. Yo no escuchaba las palabras sino simplemente la voz y por inexplicable que les parezca esto me ponía más bien contento porque Margarita era algo vivo e intenso que me obligaba a tirar para adelante cuando los demás hacía tiempo que estaban muertos.
Los domingos íbamos a comer a lo de los viejos y por la tarde veíamos la tele hasta que se nos saltaban los ojos. He oído muchas cosas contra la tele pero yo digo que es el mejor invento de la bosta. Por de pronto era la única manera de callar a Margarita. Entonces la sentía más viva e intensa, sólo que en otro sentido. Si no había manera de entendernos el resto de la semana en aquel momento nuestros cuerpos se acercaban misteriosamente y éramos una sola y misma cosa pendientes de aquel agujero en la pared. El agujero que digo era la tele, como se comprende, y convendrán ustedes en que es una imagen bastante feliz. De cualquier forma, ésa era la impresión. Bastaba con girar la perilla y entonces se abría aquel boquete en el mísero departamento de la calle México, 5 piso "C", al lado del ascensor, que no funcionaba la mitad de las veces, y el mundo se derramaba alegremente por allí.
Ahora que lo pienso, tal vez la cosa empezó recién entonces. Yo me quitaba los zapatos en la penumbra, me aflojaba el cinturón y al rato estaba en las islas Marquesas, por ejemplo. Como dije las Marquesas pude haber dicho Hong Kong o Miami o el fondo del mar. En un par de horas saltaba de un lado a otro e inclusive de un tiempo a otro. Randall, Peter Gunn, Kentucky Jones, Maverick y hasta Gorila Maguila me resultaban tan familiares como mi viejo o mi vieja, por así decir, porque en realidad nunca entendí a mi vieja y apenas si conocí a mi padre. Hablábamos de ellos con Margarita como si vivieran en la misma cuadra y algunas veces les hablaba a ellos mismos, como si pudieran oírme. Opino que son todos unos grandes tipos, los verdaderos grandes tipos que se necesitan y no esos pelmas que salen en los diarios todos los días, y sinceramente me felicito de que los domingos se asomaran por aquel agujero para hacernos ver las cosas tal cual son.
En cuanto a los avisos, que para muchos resultan la cosa más estúpida del mundo, nos divertían como locos. No sé qué sentido tiene pretender que nos echen un discurso con citas de algún gran tipo para vendemos una pasta de afeitar o un frasco de café instantáneo. Las cosas hay que tomarlas como son. Eso es lo que siempre he dicho. Para nosotros, en cambio, aquello fue una verdadera revelación. Yo,fpor lo menos, aprendí a apreciar las cosa recién entonces y hoy me parece perfectamente natural que una lata de tomates le hable a una cacerola a presión y que un reloj con voz de pito nos avise el momento de tomar tal o cual pastilla para la digestión.
Quiero decir que las cosas están llenas de vida, o por lo menos muertas o vivas en la medida que nosotros estamos muertos o vivos, y que mis zapatos tienen algo que decirme con sólo que les preste un poco de atención. Que es lo que hago, justamente, cuando no sé para dónde tirar el primer paso.
A Margarita le gustaba acompañar los jingles, mientras yo le hacía una especie de contracanto, y por lo que recuerdo fue la única ocasión en que oí cantar a Margarita. Por lo que a mí toca, muchas veces pateando la calle con las muestras de aquellas benditas esteras y carpetas y el mundo que se ponía realmente negro me bastaba con silbar una de esas musiquitas y el cielo se abría en alguna parte.
En fin, que todo eso también terminó. Margarita le tomó fastidio a Mike Hammer que, según ella, en el fondo era un fascista hijo de puta y a mí que se me dio por defender al tipo como si fuera mi hermano. Total que un día, mientras volaban los tiros de un lado a otro detrás del agujero, Margarita le zampó la plancha justo en el medio. El televisor, es decir, el mundo saltó en mil pedazos y al principio creí que uno de los tiros me había volado la cabeza. Herido como estaba, tomé lo primero que encontré a mano, creo que uno de esos ceniceros hechos con un pistón recortado, y se lo tiré a la cabeza con tan buena puntería que cayó al suelo como si la hubiera tumbado un rayo. Todavía humeaba el televisor y ya estaban allí los viejos, el administrador y un cabo de policía con cara de patíbulo que parecía salido de la propia televisión.
Cuando volví de la 2a el administrador todavía estaba allí, o simplemente estaba de nuevo allí. Es un detalle. Lo que me interesa señalar es que había llegado la hora de que cada uno echara a andar para su lado, sólo que en ese momento no me di cuenta. De todas maneras fue lo que pasó. La vida decide por uno las más de las veces y todo lo que queda por hacer es preguntarse un tiempo después cómo y cuándo empezó, lo que sea.
Por esos días, y ésta es otra señal, quebró el tipo de las esteras y quedé en la calle, lo cual es un decir porque nunca había salido de ella. Las cosas iban tan mal entonces que en lugar de amargarme más bien me alegré. Sea lo que fuere que me reservara la vida nunca iba a ser peor de lo que había sido hasta entonces. Cuando uno siente deseos de darse la cabeza contra la pared ése es el momento preciso para las grandes cosas porque uno en realidad está tan limpio y vacío como si acabara de nacer.
Claro que yo no pensé en eso. Eché mano de un par de diarios y en una página de los clasificados topé con el siguiente aviso: "Joven emprendedor con experiencia comercial para importante negocio". Allí estaba el destino. Me corté el pelo a la americana, me puse un saco sport con cueritos y al rato estaba golpeando en la puerta de una oficina en el segundo patio de una especie de gallinero en la calle Lima y que a primera vista no tenía el aspecto de un negocio ni de otra cosa importante sino más bien de una pocilga.
Me atendió un tipo parecido al de "Patrulla de caminos" que sin mirarme siquiera dijo: "Usted es el hombre!" y se puso a hablar sobre el futuro, un futuro que no sé muy bien a quién correspondía, en todo caso a la humanidad en general y como tal proporcionalmente a mí también. Cualquier otro se habría dado cuenta de que el tipo estaba medio chiflado, por no decir del todo.
En realidad eso me pareció a mí también pero en lugar de largarme como hubiera hecho cualquiera de ustedes en su sano juicio ya que nada bueno podía salir de allí, en el sentido de la bosta, me quedé escuchando al tipo tal vez por eso mismo. Quiero decir que esta clase de chiflados son justamente la sal del mundo sólo que la bosta se da cuenta demasiado tarde.
El tipo hablaba como un profeta. Nunca he oído hablar a un profeta, por supuesto, pero me figuro que deben hacerlo así.
Según me pareció se trataba de fundar una sociedad nueva a partir de la venta de lotes en mensualidades. Digo que me pareció porque, como siempre, yo más bien le prestaba atención al sonido de la voz y al aspecto general del fulano. Tal vez las cosas que decía no tuvieran mucho sentido pero igual era hermoso oírlas porque en medio de toda la roña sencillamente había un tipo que creía en algo distinto de lo que cree el resto de la bosta.
Cuando terminó el discurso sacó un plano que extendió sobre el piso y comenzó a explicarme el aspecto más vulgar del asunto. Se trataba de unos lotes en San Vicente con el pomposo título de Barrio Parque "La Esperanza". Según el tipo aquélla era la tierra del futuro y estoy seguro de que estaba en lo cierto porque, como decía mi viejo, si hay algo que tiene futuro es la tierra, cualquiera sea. Solamente se trata de esperar el tiempo necesario. Lo digo aun de esta tierra en la que estoy echado y que, por ahora, no es más que polvo y silencio. Día vendrá. ..
¿Pero para qué hablar del día que vendrá? Es el estilo que me contagió el tipo. Lo arreglaba todo con el día que vendrá.
Cuando le pregunté cuánto me tocaba en todo eso, no del futuro, se entiende, sino de lo que pagarían por él me echó otro discurso. Yo lo miré a la cara y comprendí en el acto que era el destino el que me hablaba a través de aquel chiflado. De manera que tomé los planos, boletas y folletos que me dio y salí a patear la calle como si esta vez tirara de mí una fuerza desconocida y cada paso que diera de ahora en adelante fuese a abrir un camino entre la gente.
Al domingo siguiente fuimos a San Vicente en una "banadera" que cargamos con los candidatos que habíamos juntado entre Requena y yo. Requena se llamaba el tipo. La mitad de los candidatos iban porque no tenían nada que hacer y seguramente habrían ido al mismo culo del mundo con tal de viajar de arriba. Antes de partir, desde la plaza Congreso, Requena enarboló una especie de estandarte e improvisó un breve discurso sobre el futuro, el día que vendrá y todas esas cosas. Los tipos quedaron desconcertados y uno preguntó si detrás de eso no estaban los comunistas. De cualquier forma subieron a la "banadera", Requena colgó el estandarte de un costado y zarpamos alegremente hacia esa tierra de promisión.
Aquello era un desierto. Me refiero a los terrenos. Sólo faltaba un par de camellos y no me hubiera sorprendido que aparecieran en cualquier momento. La mitad de los tipos ni siquiera quiso bajar a cambiar el agua. Yo vi tan pronto como los otros que era un verdadero desierto y que lo seguiría siendo aún por mucho tiempo pero el sur me tiró siempre y la tierra pelada y vacía me llena de ansiedad, aunque no está bien dicho ansiedad, ni entusiasmo, ni ninguna otra cosa de las que ustedes dicen en tales casos.
Es algo distinto. Yo sé que entre ustedes hay muchos que esperan el día, que quisieran sacudirle un puntapié a la vieja o al jefe o al primer botón que se les cruce en el camino y por eso me permito un consejo. No hagan nada de eso. No lo van a hacer de todas maneras. Vengan y miren la tierra vacía, así como la veo yo ahora, y tal vez las cosas les dejen de dar vueltas dentro de la cabeza y echen a andar por su camino.
En ese sentido Requena tenía razón. Aquélla era la tierra del futuro, por lo menos para mí. De manera que eché a andar detrás del estandarte sin importarme un pito los tipos que quedaban en la "banadera". No tenían ni ojos, ni oídos.
Requena plantó el estandarte en medio del campo y se puso a hablar. El viento traía y llevaba su voz y al rato nos pareció que hablaba la misma tierra. Así era aquel tipo. Yo sé que estaba solo y que en el fondo le importaba muy poco de nosotros porque sencillamente no necesitaba de nosotros ni de nadie y veía con claridad dónde ponía los pies. Mientras hablaba empezamos a ver que brotaban de la tierra casas, torres, fábricas, negocios, una estación del Roca, un supermercado, dos escuelas, cuatro edificios en torre y un lago artificial.
Cuando terminó, los tipos siguieron haciendo cálculos y suposiciones por su cuenta y al rato había una usina, un cuartel, dos hospitales, un matadero, un frigorífico, un canal de televisión, un monumento a San Martín y por lo menos cuatro Bancos. Vendimos 15 lotes en total. Tres mil quinientos en la mano y 24 cuotas de mil. En los meses que siguieron vendimos otros 30 pero llegó el invierno y con las primeras lluvias un arroyito de esos que nunca faltan se salió de madre y de la noche a la mañana el desierto se transformó en un lago, casi en un mar interior. La policía tuvo que sacar en un bote a un tipo que había levantado una casilla.
De la calle Lima nos mudamos a la calle Piedras. De Piedras a Bolívar. De Bolívar a Golfarini, que en realidad es una calle que no existe. Su verdadero nombre es Giuffra pero todo el mundo la conoce por Golfarini. Para Requena era una cosa u otra según los casos. Golfarini cuando tenía que cobrar y Giuffra en todos los demás. Les digo, de paso, que si quieren conocer una calle de la vida vayan alguna vez por ahí.
A todo esto yo apenas si pisaba el departamento de México. Estaba todo el día en la calle o en uno de esos desiertos que loteaba Requena, marcando calles o clavando banderitas o plantando un letrero y atendiendo al mismo tiempo a los tipos. Era una vida vagabunda. Sólo que yo no era un vago propiamente dicho sino como un tipo perdido, hasta que tomara la medida justa de la tierra. Dormía en cualquier parte y comía salteado. Eso puede desmoralizar a cualquiera, para mí, en cambio, fue un gran aprendizaje. Uno duerme y come más de la cuenta.
No me voy a poner en moralista ahora. Precisamente estoy echado sobre la tierra hace un par de horas sin hacer nada, como no sea pensar en esto que les digo. Además aunque no estuviera tirado aquí tampoco haría nada. En el sentido de la bosta, se entiende. De manera que soy el menos indicado para echarles un sermón, aparte de que me importa un queso. Pero quiero poner las cosas en su lugar. Hay que dejar que el cuerpo se maneje solo y no estarle todo el día encima. En ese caso se vuelve un estorbo y nos planta cuando todavía nos quedan un par de cosas por hacer. Eso fue lo que aprendí entonces. Cuando menos atención le prestaba más liviano y alegre se volvía. Es justo el cuerpo que necesita un vago.
Las pocas veces que aparecía por mi casa (para llamarla de algún modo) entraba o salía el administrador. Sigue siendo un detalle. Margarita había dado vuelta el televisor contra la pared y no se habló más del asunto. En realidad tampoco hablábamos de otra cosa. No parecía guardarme rencor sino que se mostraba más bien solícita. Tal vez yo hubiera preferido que me regañara porque así me resultaba casi una desconocida, pero no tiene importancia. Cenamos una vez en casa del administrador y otra el tipo cenó en la nuestra. Ambos se interesaron juiciosamente en mi nueva vida y, supongo que por casualidad, también ellos hablaron del futuro. A cada rato nos mirábamos y sonreíamos. Dimos vuelta el asunto de todos lados pero la verdad que no daba para mucho.
Lo de Requena tenía que terminar tarde o temprano, si es que iba a seguir mi camino. Fue por la venta de unos lotes en Garín. Trescientos veinte fabulosos lotes, 2a serie, barrio Los Tilos, sobre ruta pavimentada, 3 cuotas de anticipo y posesión 3 cuotas más. Los tilos brillaban por su ausencia y la ruta pavimentada era sólo un proyecto del año 34, pero de cualquier forma los lotes eran muy buenos. En una sola tarde vendimos 54 lotes. Yo mismo compré uno de tan entusiasmado que estaba con lo que decía. Y eso fue lo que me salvó. Los lotes eran buenos, como dije, pero resulta que ya habían sido vendidos en un loteo anterior. Cuando cayó la taquería estaba solo en la oficina y me salvé por un pelo porque, perdido por perdido, les mostré la boleta y les dije que era uno de los candidatos.
No sé qué se habrá hecho de Requena pero donde quiera que esté allá va la vida. Era un gran tipo, a pesar de todo, y estaba vivo de la cabeza a los pies. Al principio, después que me largué solo, si alguna vez me sentía descorazonado pensaba en Requena y las cosas volvían a sonreír. Yo sé que debe estar en alguna parte sobre esta misma tierra hablando sobre el futuro y el día que vendrá y espero toparme con él un día de éstos, en la primera vuelta del camino.
Había llegado mi momento. Con la poca plata que pude arañar en los bolsillos me compré una bicicleta de paseo. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver en esto una bicicleta. Si quena largarme todo lo que debía hacer era tomar el primer camino que se me pusiera por delante.
Tienen razón. Sin embargo todavía estaba lleno de dudas y vacilaciones, es decir, en el fondo aún tomaba en cuenta a la bosta. De manera que me compré una bicicleta, como digo, le reforcé el cuadro, le alargué el portaequipaje, me conseguí un equipo de boyscout, me saqué una foto e hice imprimir un centenar de hojas en las cuales anunciaba mis propósitos, daba una serie de detalles sobre la bicicleta, fijaba metas y objetivos, recomendaba el uso de gomas Pirelli, por lo cual me habían pagado unos pesos, y terminaba con un par de consejos que saqué de un libro titulado La mansedumbre de las flores que me había regalado Margarita cuando andábamos de novios, seguramente para impresionarme.
Cuando estuve listo le anuncié mis proyectos a Margarita para ver la cara que ponía.
Contra lo que esperaba, le pareció la mejor idea que había tenido en toda mi vida. Entre ella y el administrador me ayudaron a terminar lo que faltaba, me proveyeron de vituallas y dinero, me sugirieron rutas prolongadas y desconocidas y, por fin, una neblinosa mañana de abril me despidieron junto con un grupito de curiosos que se había reunido en la vereda. Di una vuelta a la manzana seguido por un par de chicos y cuando pasé frente a la casa Margarita ya había desaparecido. Levanté una mano de cualquier forma y dije adiós a aquella vida.
No voy a contarles los pormenores del viaje pero, en general, la pasé bien y todavía le estaría dando a los pedales si no fuese que estaba hecho para otra cosa. Es necesario que entiendan esto. Tengo en un gran concepto a los andarines, exploradores, raidistas y demás gente por el estilo, pero un vago es otra cosa. No establezco comparaciones. Son algo distinto, simplemente. Desde afuera parece todo lo contrario. Por eso comencé yo en esa forma, porque veía las cosas desde afuera.
Por un tiempo me encontré a gusto con aquella vida. La gente me trataba bien. No me tomaba muy en serio pero estoy seguro de que más de uno habría cambiado su maldita jaula por mi bicicleta Alpina. A ése le digo que todavía está a tiempo.
Allá iba yo silbando y pedaleando y el mundo tiraba de mí alegremente. Hasta que un día la verdad me golpeó en la cabeza, así de rápido y simple. Y fue el día que vi un verdadero vago tumbado al costado del camino. Estaba echado así como yo en este momento y aunque seguramente era la única persona que veía en mucho tiempo no se le movió un pelo cuando pasé junto a él arrastrando una nube de polvo. Sin embargo me bastó mirarlo a los ojos y comprendí en el acto. Yo iba de un punto a otro, él sencillamente estaba tumbado en el centro del mundo. Quiero decir que para mí las cosas se resolvían en distancias, estaban más o menos lejos y yo más o menos cerca, pero por mucho que me moviera no iban a cambiar demasiado.
No pretendo que me comprendan, pero con sólo que hagan un esfuerzo sabrán lo que digo. Algunos, por supuesto. Los que todavía están vivos pero con el agua al cuello.
Vendí la bicicleta en el primer pueblo que me salió al paso y volví al camino nada más que con lo que tenía puesto. Desde ahí arranca mi verdadera historia porque en cierta forma acababa de nacer. No les voy a contar esa historia porque sólo tiene sentido para un vago.
Veo una nube de polvo en la punta del camino. Debe ser un camión.
Solamente les digo esto. No tengo nada, de manera que tampoco tengo de qué preocuparme, lo poco que recuerdo, en los términos de ustedes, lo recuerdo como si fuera de otro y si miro para adelante pues sencillamente no espero nada, lo cual es la mejor manera de estar preparado para lo que sea. Debiera explicar lo que entiendo por estar preparado porque es un término más bien de ustedes pero no vale la pena y además el camión está cerca.
Es un camión, efectivamente.
Mi cuerpo se pone de pie liviano y contento. Es la ventaja que les decía. Eso me tiene constantemente de buen humor o a lo sumo de un humor melancólico, lo cual me ayuda a pensar en todas estas cosas que me enseña el camino. Estoy limpio y vacío en medio de él, de manera que siento la tierra como nadie podría hacerlo en este momento, excepto otro vago.
El tipo me debe haber visto y tal vez se alegre porque viene solo. Extiendo mi admiración por los raidistas a los camioneros también. Por lo menos cuando están en el camino se parecen más a nosotros que a ustedes. Lo digo sin rencor.
No sé a dónde me llevará ese camión ni qué será de mí el día de mañana. La verdad que el día de mañana no existe para mí y creo que por eso me siento vivo.
Levanto la mano y el camión se detiene.
Hace un rato era una mancha borrosa al extremo del camino. Sé que en este punto mi vida se cruza con la del tipo que trae encima y que a partir de ahora me nace otra vida, por así decir. Sé también que como estoy limpio y vacío le sacaré todo el gusto posible.
Así una vez y otra vez.
El tipo abre la puerta y agita una mano.
¡Allá voy, donde sea!

sábado, enero 5

Paratextos latinoamericanos. (Natalia Ferro Sardi)

Reseña Publicada en Revista Dazebao. Periódico cultural y social, Año 1, Nº2, Ediciones de Barricada, Punta Alta, Agosto, p.16 (ISSN 1851-2755)


Bajo el sugerente título de Botero, Claudio Dobal, nacido en Bahía Blanca en 1979, reúne en este libro tres cuentos.
Desde una efectiva heterogeneidad, a nivel de estrategias discursivas y de los argumentos elegidos, los relatos dialogan horizontal y verticalmente con corpus anteriores y circunstancias propias de la situación actual del autor y de sus destinatarios.
En su conjunto los textos constituyen un intento, por parte del escritor, de insertarse dentro de una línea narrativa que recorre la historia de la literatura latinoamericana desde sus comienzos. La pregunta por la identidad de un espacio marcado por la violencia desde sus orígenes, recorre distintos géneros y manifestaciones culturales ensayando diversas interpretaciones. Las respuestas ofrecidas a lo largo de estas 177 páginas no son concluyentes y es ahí donde reside uno de los mejores aciertos de la obra.
La elección del apellido del pintor colombiano, como nombre de la compilación, adelanta la posición política de Dobal desde el punto de vista temático y formal. Citar al otro, aún en el paratexto, es un gesto que implica el deseo de querer ser, en cierta forma, ese otro. Desde una perspectiva que privilegia lo grotesco se va a contar – en dos de sus acepciones: narrar y enumerar – el cuerpo subrayando su desborde.
Los individuos que protagonizan estas historias comparten, de algún modo, con varias de las figuras de Botero su condición de marginales, excluidos de representaciones hegemónicas que fueron conformando imaginarios sociales. Ambos comparten, además, su condición de integrantes de sociedades cuyas instituciones están estalladas y forman parte de una cultura caracterizada por la brutalidad (“Carrobomba”, “Masacre de los inocentes”, “La guerrilla” y “La muerte de Pablo Escobar” pueden ser mencionados como ejemplos), la opresión y la injusticia.
Tipos desilusionados, fracasados y desmoralizados, las criaturas de Dobal, observan los acontecimientos sin poder o sin querer modificarlos: “…tienen que salir a chorear o a revolver la basura de los otros porque no hay otra hay que hacerlo porque es así, quizá piensa el caribe. Ese caribe que también chorea. Que también sale a chorear porque es así.” (“Caribe”: 59) La existencia sigue siendo concebida como una fatalidad.
En estos mundos narrativos sometidos y organizados por la ley de la oferta y la demanda, estos “otros” siempre distintos y distantes para el sistema, son reducidos a objeto, son materia, son carne, negociable, trasladable o intercambiable.
En estas condiciones, las personas no poseen identidad, son lo que hacen, la función que cumplen o aquello que poseen. La escritura da cuenta de estos otros, de sus soledades y miserias, pero no habla desde, por o para esos otros. Los muestra inconclusos, siempre inaprensibles para una mirada ajena, extrañada. Y es precisamente en la problematización de la perspectiva narrativa, a través de un medido uso del adverbio (quizá) donde reside un segundo logro. Así una posible aserción sobre la identidad individual o grupal no es terminante. El significado flota más allá o más acá de interpretaciones monolíticas y se evitan, afortunadamente, maniqueísmos panfletarios.
Encontrar la conjunción de tiempos que le permita dar cuenta de la complejidad de los conflictos que atraviesan este espacio y a este sector de sus habitantes, parecer ser una preocupación que otorga unidad al conjunto de cuentos.
El primero de los textos, “Caribe”, invita a una doble lectura. Puede ser abordado como la historia de un hombre “al límite”. Alguien a quien los hechos le suceden sin que estos se encuentren, necesariamente, conectados por una lógica causal. Caribe, como un miembro más del grupo de “hombres auténticos”, en términos de Bourdieu, ve su virilidad puesta a prueba en cada acto. La narración muestra sin embargo un tipo desconcertado frete a estas mismas nociones y reducido a instrumento. Carne que satisface a la carne – la brazuca – cuerpo al cual se le arrebata el sentido final de sus acciones. Carne convertida en espectáculo y vendida al morbo del público desde la palabra tergiversada de los medios.
“Caribe” también puede ser comprendido como la Historia de un espacio, inventada aún antes de ser descubierto, o mejor dicho, conocido. Un lugar sobreinterpretado, desnaturalizado, ajeno, siempre. Habitante y espacio se confunden en el verbo ser que los abarca. Los paralelismos sintácticos y semánticos otorgan al relato una morosidad que parece reproducir lo agobiante del clima, entendido tanto en un sentido literal como simbólico. Esta ambivalencia abre el juego al lector y vuelve interesante el texto.
“Cartoons” refiere lo que le va sucediendo a quien era “literalmente un hijo de puta” (“Carita”: 75). Comparte este cuento con el que le antecede la pregunta sobre el lugar del padre y cuestiona los imaginarios familiares tradicionales que los discursos dominantes ponen en circulación. Los personajes trazados desde la exageración, parecen, justamente, dibujos animados.
Lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, se reúnen sin llegar a fundirse en el tercer relato, en ese momento tan especial que es el carnaval. Dos historias, se narran de manera paralela: la de un rito consistente en una pelea de gallos involucra el destino de todo un pueblo; el desencuentro entre un joven y su novia después de una pelea durante el día de la celebración de esta festividad. Los relatos se irán intercalando mientras la tensión, en ambos, va en aumento. Diferentes tiempos y distintas culturas se encuentran unidos ante la expectativa de la llegada posible del caos, de la destrucción de un orden, que nunca llega. En esa espera y en la ansiedad que ésta genera se concentra la tensión del cuento. La carne reemplaza a la carne y todo vuelve a reiniciarse como en un ciclo.
La galería de personajes femeninos que desfilan por estas páginas no trascienden la categoría de estereotipos. No obstante, los textos, en su conjunto evidencian un dominio sólido, por parte de Dobal, de la selección y combinación de estrategias narrativas. El lenguaje sugiere una violencia mayor de la que nombra. Esto genera que el impacto sobre el lector sea más firme. La carne, como metonimia de los sujetos y metáfora de un sistema, evidencia atinadamente el lugar de los cuerpos puestos en circulación dentro de una economía de objetos.

domingo, diciembre 9

Entre caras carcomidas y caretas caricaturescas. (Ana Ojeda)

Texto publicado en Revista El Matadero, Segunda Época Nº5, Corregidor, Buenos Aires. (ISSN 0329-9546)

A propósito de Botero de Claudio Dobal.
Bahía Blanca (Buenos Aires), Ediciones de Barricada, 2006.



Aquél que no tiene con qué vivir no debe ni reconocer ni respetar la propiedad de los otros, ya que los principios del contrato social han sido violados en su contra.
Johann Gottlieb Fichte


Están arribando a ese quilombo liminar que (sic), como empieza a decir el tipo del gamutón, mirándolo de afuera, sólo se puede ir a buscar historias sórdidas para contar o recordar; historias que caigan mal, que duelan, que molesten y que, por sobre todo, encrespen a las familias burguesas cargadas de ilusiones vanas.
Claudio Dobal


Partamos de la concepción que en su modalidad más canónica considera a Jorge Luis Borges el epítome del escritor argentino (y al hacerlo, correlativamente, lo imagina entre dos orillas), concepción que actualmente domina el sistema literario promocionado por los conglomerados editoriales transnacionales, empobreciendo de manera notable la diversidad propia del campo literario no sólo del siglo XX, sino también del actual. En este contexto, no puede sino saludarse de manera positiva —y efusiva— la iniciativa de Ediciones de Barricada, que propone Bahía Blanca como el ombligo del mundo o, para decirlo con Georgie, que transforma Punta Alta en el aleph de ese sótano ubicado en la calle Brasil: “Ediciones de Barricada aspira a posicionarse como un sello especializado en narrativa y ensayística atendiendo a coordenadas geográficas precisas: el sudoeste bonaerense —leemos en su sitio de Internet—. Demostrando de esta manera el carácter vivo y dinámico de la producción intelectual y literaria argentina que lejos está de reducirse a los centros decisionales, e incluso por los canales tradicionales. Bahía Blanca y su región es un campo intelectual y cultural rico aunque inexplorado. Toda una nueva generación de narradores e investigadores toman la palabra a través de nuestro sello y mediante tal acción se inscriben en el contexto nacional y latinoamericano de aquellos que instan, desde su lugar, a sumar sus aportes a los procesos de transformación cultural y política.” Ediciones de Barricada posee, hasta el momento, la Colección Cuadernos y la Colección Nueva Narrativa. Botero pertenece a esta última.

Claudio Dobal (1979) nació en Bahía Blanca. Es profesor de literatura y se nota. “Caribe”, el primero de los tres relatos que conforman Botero, puede apreciarse a contraluz de aquella hermosa y portorriqueña Guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez. La narración comienza con el caribe (sic), amante de la brazuca (también sic) y chorro por encargo, que se descubre padre de “una tela que llora”. De comienzo moroso y avanzar lento, la narración de “Caribe” se basa en una repetición machacona de las palabras —típicamente guarachera—, palabras que aparecen una y otra vez, tanto, que por momentos logran que el lector bizquee. Esta dificultad de arranque, por un lado, potencia el impacto del corazón narrativo de la historia. Por el otro, se constituye en la de la solución que adopta Dobal en este primer texto para escribir la pobreza.
Tal como apunta Rocco Carbone en otro lugar de este mismo Matadero refiriéndose a Grotescos de Crespi, en “Caribe” lo importante no es sólo qué se cuenta, sino cómo se lo hace. La historia se desarrolla en un espacio que es el centro de una disputa. De una parte están los hombres fosforescentes, con sus mujeres fosforescentes y sus casas fosforescentes. Ellos son los que saben leer, los que dominan los medios de comunicación (en especial, los diarios y la televisión), los que poseen, en fin, escritores que legitiman las prácticas fosforescentes y le otorgan a esa clase dominante el sostén ideológico que precisa. Frente a ellos encontramos a los hombres chapa, que se sueñan fosforescentes y se identifican, así, con quienes los consideran enemigos y los quieren erradicar, sacar del espacio que ocupan. Entre unos y otros, está el caribe, único dotado de conciencia crítica, capaz de comprender la situación en su totalidad, tal como es más allá de las apariencias: “Eliminar a los hombres chapa que se niegan ser hombres chapa. Que se creen hombres fosforescentes. Que no critican a los hombres fosforescentes porque les parece que son como ellos. Que no hacen nada contra la fosforescencia porque ellos se creen brillantes. Pero el caribe sabe la verdad. Sabe que ninguno de ellos es fosforescente.” (48) Esta capacidad, huelga decirlo, lo aleja tanto de los hombres chapa como de los fosforescentes: ambos lo desprecian, le tienen miedo y, en definitiva, quieren acabar con él.
En este plano, el uso de las minúsculas para los nombres propios o apodos (caribe, brazuca, pedro —el escritor—) posee varias funciones. Por un lado, desencadena una polisemia sugestiva, instaurando una ambigüedad que seduce al lector, que lo lleva de un hombre a un lugar geográfico y de vuelta al hombre, sobre todo en la primera parte del texto. Por ejemplo: “Todo ahora es extraño para el caribe. Todo ahora es de otros (…) Y el caribe quiere que le devuelvan su música. Que dejen de usarla y dejen de usarlo. Porque ese caribe que ahora camina un poco más lejos de la vidriera no se va a acostumbrar nunca a ser usado. A que le usen la música como le usaron la tierra, el espacio, sus cosas, sus casas.” (19-20). Esta oscilación contribuye a volver más asfixiante todavía la creación literaria que Dobal hace de la pobreza. Pero por otra parte, y tal como señala Rocco Carbone en su reseña sobre el libro de Crespi, las minúsculas también pueden ser entendidas como una solución literaria que aspira a la universalidad de lo narrado. Se trata de identidades borrosas que carecen de nombre propio (también, por supuesto, de apellido), permitiendo la atribución de lo relatado a cualquier sujeto, a todos y a ninguno en particular. “Caribe” es, en este sentido, una historia épica.

“Cartoons” , la segunda pieza de Botero, ya no interpela la prosa guarachera de Sánchez y se va, más bien, al encuentro de Arlt. Este brusco cambio de tono es un acierto, ya que le da un respiro al lector y, en el mismo movimiento, constituye el primer texto en una unidad cerrada en sí misma y, en ese sentido, autónoma. El protagonista de “Cartoons” se llama Robertito y es, tal como se aclara en la primera frase del texto, un hijo de puta literal. Hijo de una puta que trabaja en el burdel del Griego, Robertito nunca conoce a su padre. Crece enamorado del pecho de Gertrudis (comparable al de aquella que se volvió ícono inolvidable de Amarcord), compañera de su madre, sintiéndose un poco el sobrino de Totó, un cliente transportista de profesión. Todo el cuento transcurre entre el burdel, la comisaría y la panadería de un italiano en la que trabaja Robertito. El ansia de diálogo con la literatura arltiana se encuentra dispersa en múltiples aspectos (y momentos) de esta narración. En personajes, ambientes y situaciones que sería verboso enumerar. Sin embargo, vale la pena mencionar que los errores de ortografía y sintaxis que campean a lo largo y ancho de “Cartoons” —y que, en su mayoría, están ausentes de “Caribe” y “Carnival”— pueden leerse como una opción por la “mala escritura” arltiana, es decir, como una elección consciente y funcional al mundo retratado.
Si en “Caribe” aparecía la primera figura de escritor propuesta en Botero, en “Cartoons” nos encontramos con la segunda. Esta vez, el hombre se llama Ferrero y resulta la antítesis del ya mencionado pedro. Mientras éste puede pensarse como una puta fiel (a los dictados de la clase que usa lo que él escribe), aquél es más bien, y en términos olivarianos, una amada infiel. En uno de los mejores momentos del libro (si no el mejor), Ferrero discurre de la siguiente manera acerca del oficio de escribir mientras asiste, junto con Robertito y Totó, a un show de strippers (durante el cual los tres aprovechan para, se podría decir, relojear a las chicas de abanico): “tenían toda la razón los que me dijeron que hoy no se puede ser escritor profesional. Que no se puede vivir de la escritura siendo escritor. Esa época ya pasó para nosotros (…) Acá, la verdad, para ser escritor en serio hay que dedicarse a otra cosa completamente distinta.” (112) Enfoque similar, como se verá enseguida, al expresado en 1929 por el poeta Nicolás Olivari en sus “Palabras que se lleva el viento”: “Trabajarán los artistas del poema nuevo en sus labores de atrofia. Serán empleados, obreros, mecánicos, médicos, abogados, diputados y aviadores, con la insensibilidad del condenado para siempre a la rutina de la jornada de 8 horas. Luego, en las ocho restantes, desarrollarán la imaginación en reposo y producirán la magnífica inutilidad de sus poemas por los cuales, con toda justicia, no percibirán un solo cobre.” (2005: 136) A partir de estas coincidencias, entonces, se podría pensar la identidad del escritor moderno como la propia incapacidad de ser tal, el hecho de tener que ser “otra cosa” para, paradójicamente, ser un escritor. Cartero (como Bukowski), pero también barrendero, son las opciones que baraja Ferrero, él mismo ex profesor de Lengua y Castellano de la Escuela No. 22. Al final, de todas maneras, terminará convirtiéndose en panadero y ocupando, significativamente, el lugar que Robertito deja vacante.

Llegamos así a “Carnival”, último texto de este libro, en el que se emplaza un juego de espejos similar al de “La noche boca arriba” cortazareana. Por un lado, asistimos a la realización de un ritual indio en el que se decide la suerte del universo por medio de una riña de gallos. Uno, pintado de azul, simboliza el Orden, mientras que el otro, teñido de rojo, hace las veces de Caos. De forma inesperada, éste mata al primero. Los indios, entonces, se preparan para el fin del mundo. Paralelamente, en una ciudad moderna, la gente le da la bienvenida al Carnaval, festividad durante la cual : “(…) la calle era una pequeña revolución de muñecos. Todos imitaban a alguien. Todos querían verse distintos, aparentar ser alguien que nunca podrían ser”. Como se ve, esto retoma la problemática puesta sobre la mesa por “Caribe” y sus hombres chapa que se querían fosforescentes. A ésta, podríamos sumar otra problemática que también atraviesa los tres cuentos: el ansia de cambio entendido como revolución social, como instauración de un nuevo orden, distinto del ya existente. Una y otra logran darle a Botero una unidad que supera las fronteras de cada cuento y construyen, así, un todo articulado y orgánico. El tercer elemento que está presente a lo largo de todo el libro es la sílaba “car-”. En efecto, los tres textos que lo componen se llaman: “Caribe”, “Cartoons” y “Carnival”. “Cartoons”, a su vez, está dividido en “Carita”, “Caretas” y “Carnicería”. De esto derivo dos conclusiones. La primera: hubiera sido perfecto que esta reseña la hiciera Carbone; segundo: la repetición de esa sílaba inicial podría referirse a la voluntad de mostrar que todo es lo mismo, que las historias comparten una raíz común: el margen convertido en centro por el mero acto de narrarlo. Desde este punto de vista fonético, y ya para terminar, resulta sorprendente que el libro se llame Botero. O no tanto. Pintor y escultor colombiano nacido en Medellín en 1932, Fernando Botero creó un mundo en donde lo abnorme es la regla. Gordos inmensos pueblan sus obras, convirtiéndolas en espacios en donde lo monstruoso (en el sentido de lo no común) es lo normal. Tal vez, a eso apunte también este primer libro de Dobal: a crear un espacio literario para lo no común, para el contrafrente, para el revés, convencido de que: “Escribir es cuidarse de lo que se escribe porque lo que se escribe puede ser utilizado.” (Masotta 1965: 16)


Bibliografía
Masotta, Oscar, Sexo y traición en Roberto Arlt, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1965.
Olivari, Nicolás, Poesías 1920 – 1930: La amda infiel, La musa de la mala pata, El gato escaldado, Buenos Aires, Malas Palabras Buks, 2005.