lunes, enero 23

De indios, escarabajos y viñetas.

Lectura contextual sobre la "Biblioteca Clarín de Historieta", publicada en el Nº 1 de la revista Barricada. Un intento por descular de qué hablamos cuando hablamos de historieta.
Más allá de los centros constructores de los modelos de lectura, y al igual que sucede con Borges, Piazzola, y otros tantos “maestros” en su arte, la historieta argentina ha sido siempre un espacio de múltiples apropiaciones. Nacida de la capacidad crítico-creativa de mentes comprometidas con su labor, los personajes, autores e historias fueron dejando sus campos especializados para darse a conocer, para penetrar y constituir una suerte de imaginario de la argentinidad, en el sentido más ególatra de ese neologismo. Tanto Mafalda, como Inodoro, Juan Salvo, Misterix, Nippur o, en la actualidad, el propio Patoruzito constituyeron el paso obligado de generaciones de lectores que, ya desde la risa o desde el ceño fruncido (gestos con que se pueden diferenciar las pretensiones de escritura y de lectura) vieron en ellos una suerte de “reflejo” de lo que les estaba sucediendo al entrar en diálogo tanto con las informaciones periodísticas que los enmarcaban, como con el contexto situacional directo. Por lo tanto, más allá de los posibles recuerdos, despojar a la historieta (como a cualquier otro producto literario-social) de su historia implica cercenarla en sus capacidades de decir e interpelar.
Hace apenas unos cuantos meses, se terminó de publicar, con la grandilocuencia que el caso ameritaba, la Biblioteca Clarín de Historieta: un rejunte atípico de personajes y autores que, más allá de los olvidos y de los ocultamientos, marca no sólo el modelo de lectura que se pretende recuperar, sino también el tipo de imaginario que hoy se quiere construir. Pero antes de entrar en estas consideraciones, se debería tener en cuenta algunas diferencias terminológicas. En primer lugar, una Biblioteca es, desde una interpretación lectora, un todo, un signo completo que delimita un tipo intelectual, un derrotero y, a su vez, un abandono, una selección. Si bien los grados de esta última no siempre son compartidos, es en eso donde radica la singularidad y la multiplicación de las Bibliotecas y de las bibliotecas. Tanto una como otras tienen, detrás, un justificativo que las diferencia y que representan, en su mención, al propietario. Por el contrario, desde mi punto de vista, cada colección implica, semánticamente, un intento acumulativo, casi capitalista. El coleccionista es aquel que, cual anticuario o hedonista, en sus extremos más absolutos, adquiere con el objeto de tener, de poseer y de mostrar. También, claro está, con el de compartir e intercambiar, siempre y cuando exista un valor, sentimental, pecuniario o exógeno, que lo permita. En este sentido, se puede ver, como ejemplo claro de esta dualidad frente a los objetos, las diferentes consideraciones que realizan, dentro del marco ficcional construido por Oesterheld y Breccia, Ezra Winston y Mort Cinder.
Teniendo en cuenta esto, se podría afirmar que, al hablar de la Biblioteca Clarín de la Historieta, surgen dos posibles conclusiones: o bien se trata de una colección, con un gesto de mostrar a los otros lo que se puede obtener por medio de una búsqueda y mucho dinero, o bien se oculta detrás de dicha publicación un acto apropiatorio, un tomar para sí determinados exponentes que modificaron el modo de hacer historieta, con el objeto de parangonar su escritura a una mención subsidiaria del relato de aventura. De este modo, toda historia, todo relato, toda narración y estrategias pictóricas o discursivas, se subsumen a un universo de cierta parquedad, evitando así la puesta en crisis de lo que significa, hoy, leer historietas de un ayer no tan lejano.
Es decir: en la no unificación de un criterio válido o, aún más, de un posicionamiento específico por parte del multimedio y de los diferentes prologuistas, las historietas, sus héroes y autores, se presentan en sus características más ascéticas y menos problemáticas. Tanto desde su producción como desde su lectura, este género “menor” pierde su valor combativo o adoctrinante (ya sea que se para de uno u otro lado de la barrera) al homologar la resistencia, en clave de pasado, de Juan Salvo y sus compañeros, con el imperio de la ley y el orden de un Traicy que, leído hoy, parece identificar a todo un sentimiento de clase media temerosa de una inseguridad creada por “sujetos horripilantes”. En cuanto a esto, vale pensar en lo que Chester Gould dice de sus villanos: son feos porque representan, simbolizan, maldades. Una idea higienista que recuerda la euguenacia alemana, en donde por medio de un sistemático trabajo con los ADN, se podía llegar a crear una raza perfecta. Traicy no tiene esos conocimientos, es un sujeto práctico, al igual que Salvo. La diferencia es contra quienes levantan sus armas. Y aquí hay otro gran punto de la historieta de acción que parece olvidar este tipo de crítica nostálgica y recatada: el héroe, tanto literario como del género, no se define por cómo es él, por sus acciones, sino por cómo son sus enemigos. Dato no menor que, en la colección de Clarín, no queda expresada de manera explícita, permitiendo que las ideas políticas y narrativas de Gould o Raymond, verdaderos exponentes de una producción literaria y pictórica al servicio del gobierno, se equiparen a las de los ya mencionados historietistas argentinos.
Y en esta suerte de amalgama se presentan dos genes bien identificados que parecen correr, hoy, por las mismas arterias de la crítica y de la idea editorial, y que develan las intencionalidades más claras de una publicación que condice con un gobierno populista, transversal y, por eso mismo, poco exigido. Por un lado, los hijos de Quinterno, por el otro, el vástago más conocido de la dupla Oesterheld y Solano López. Los primeros representan, tanto para la crítica poco política de Fontanarrosa y Guzmán, dos imágenes de un mismo movimiento narrativo: la “invasión” de un habitante rico de la Patagonia en la ciudad porteña, institucionalizada en la imagen de un playboy nacional, bon vivant, y despreocupado. El segundo, es la lucha contra los intereses imperialistas y de borramiento intelectual, propios de unos sujetos-otros que, en su despersonalización, pueden servir para delimitar diferentes rostros. Son dos tipos heroicos bien diferenciados, que hablan de diferentes “integraciones” interculturales pero que, sin embargo, parecen armonizar con un modelo de recuperación nostálgica.
Y hablado de recuperaciones, la aparición cinematográfica de Paturuzito nos lleva a considerar otros aspectos de la fuerza penetradora, que hoy se intenta capitalizar, del tipo heroico de la historieta. La película de este joven indio patagónico, y sus amigos, producida por el “Corcho” Rodríguez y sus empresas, intenta de un modo sutil pero directo, “rescatar valores perdidos”. En la Argentina actual, en donde desde las comunicaciones gubernamentales se hace hincapié en una seudo-unificación social que haga la fuerza, la amistad no-intelectual de Paturuzito e Isidorito resulta altamente significativa. Veamos: el indio es un joven cacique que, sin especificar ni los porque ni los como, tiene en su poder media Patagonia. De corazón bueno y noble, lucha por ciertos ideales humanistas expresados de boca en boca por sus ancestros. En cambio, Isidorito es el germen de un vividor, de un RRPP en potencia que busca, haciendo lo menos, obtener lo más, con el único objeto de vivir la vida loca, aparecer en cuanta revista pueda, y ser el referente indiscutible de la noche nacional e internacional. Por lo tanto, no creo decir ninguna novedad si considero aquí, como ya se hizo antes, al primero como un ente exógeno y excéntrico y al segundo como el prototipo del ciudadano argentino.
En la diferencia de intereses y actitudes se manifiesta, de manera clara, una subordinación mutua al otro: una dependencia que, pensándolo en términos editoriales, se aclara al considerar que mientras en las revistas del indio siempre aparecía el porteño, en la revista propia de este último no se hace, ni hizo, mención a la existencia del ahijado. El ocultamiento y las apariciones dejan entrever así el punto de vista en la construcción del otro, evitando manifestarlo de manera explícita. En otras palabras, la relación entre ambos personajes se fundamenta, tanto en las historietas como en la película, en el origen de la explotación económica y la masacre indígena. Entre líneas aparece una ideología que afirma que utilizar al indio en tiempos post-conquista del desierto es, desde el discurso gubernamental, un acto favorable, porque, aún desde una subordinación económica y un silenciamento cultural, se le está brindando un espacio dentro de la sociedad moderna y capitalista. Un lugar que puede dársele por el simple hecho de que el indio dejó de ser “una amenaza”: en los momentos de aparición del cacique egipcio, el nuevo peligro que hacía temblequear el universo social de los poderes oligárquicos y económicos fueron, sin dudas, las revueltas sociales de los inmigrantes anarco-socialistas. Tanto en los pagos de los Paturusek como en la ciudad de los Cañones, las duramente reprimidas revueltas de obreros reconfiguraban el espacio de una otredad marginal.
Estos nuevos otros, masacrados y adoctrinados en su gran mayoría, fueron luego los que se vieron, desde los medios de comunicación gubernamentales, en la resistencia armada a la dictadura militar. Una otredad que pasó a conformarse en el ocultamiento, en la lucha y en la defensa; todos componentes de otra gran historieta argentina como pueden ser los dos tomos de El eternauta que escribió Oesterheld en vida. Aquí se evidencia el segundo rasgo de la recuperación actual. Frente a la “inocencia” de los personajes de Quinterno, los héroes que mostraba la editorial Frontera eran mucho más humanos, más reales y, por eso mismo, más peligrosos. Además ya no se trabajaba sobre hechos deglutidos y excretados por la historia oficial, sino sobre la más candente de las actualidades, y a su vez, esto se refería desde un posicionamiento político bien definido, comprometido con la causa montonera hasta las últimas consecuencias del dolor personal. Frente a la ausencia de llanto real en los personajes “infantiles”, los nuevos héroes terminaban por admitir sus pérdidas antes de festejar sus victorias, pero sin que esto les implicara un adormecimiento de sus convicciones y sus prioridades. Es así que, frente a los unos, representados por una sociedad dictatorial, exitista y silenciosa, estos otros eran, dentro y fuera de las viñetas, un grito de lucha manifiesto.
Estos dos son los modelos que más se muestran hoy como exponentes de la historieta nacional. Estos dos sujetos pictóricos y narrativos que, a las claras, tienen diferencias intelectuales y políticas inocultables. Sin embargo, ya desde la publicación, ya desde los prólogos, parecen poder convivir dentro de una misma Biblioteca sin que, por esto, existan posicionamientos específicos que las denoten. Una idea de convivencia propia de las intensiones públicas del gobierno nacional y, de un modo más personalista, del propio presidente. En cuanto a esto vale pensar que, sin prisa pero sin pausa, desde los medios oficiales, se vuelve una y otra vez sobre los mismos tópicos que refieren a los “modelos” ideológicos, geográficos y políticos que parecen coexistir en la figura de Kirchner. El determinismo imaginario opera así amalgamando dos cuestiones básicas: un hombre venido de los pagos sureños, practicante de la modestia y de la amistad, y un exmontonero, supuesto valor que permite, a los órganos de la ultraderecha, considerar que, en la Argentina, está gobernando la izquierda (risas). No por casualidad, entonces, aparecen Patoruzú y Salvo como los cánones de la lectura actual del género de las viñetas: en su unión acrítica se intentan develar los posibles cruces de manos que ofrece el gobierno, acallando las oposiciones y dando a todos un lugar, un cobijo, como para que nadie pueda quedar en descontento.
Todo esto me lleva a concluir que la reaparición y publicación masiva que Clarín realizó de la historieta implica, además de un gesto simbólico de amalgamar héroes disímiles en diferentes figuras políticas y públicas, una promoción cultural que adormece las posibilidades de una crítica. La nostálgica sonrisa que puede dibujarse en los lectores de este género, y por ende en sus prologuistas seleccionados para la ocasión, tiene, como contrapartida, el equívoco de considerar que, desde la última década argentina en adelante, no se produjo nada interesante, nada que valga la pena reproducir. Una falsedad propia de quienes desean ocultar no sólo para aumentar ventas, sino para reducir el espacio de discusión a/de dos grandes exponentes de una antítesis histórica. Dos héroes antitéticos que, hoy, frente al nuevo gobierno nacional, parecen no estar tan alejados el uno del otro en su nefasta revalorización demagógica.

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