lunes, enero 23

Contextos

El texto que aquí presento (escrito a modo de "contratapa") originó, en su momento, el inicio de una discusión aún no resuelta en todas sus implicaciones. Por este motivo, y con el objeto de personalizarlo, desapegándolo de cualquier otro perturbador englobamiento, lo coloco aquí a fin de que oficie como presentación de, al menos, una parte de lo por venir.

En Argentina el oficio del crítico literario nació como hijo primogénito de una disconformidad. Frente a espacios de poder amparados en saberes perimidos y políticas contrarias, un grupo de intelectuales, allá por el año 1837, decidió conjugarse y polemizar, de un modo casi clandestino, el cómo y el para qué leer literatura. Un cuestionamiento que estableció su significatividad por sobre lo estético, por sobre la discusión acerca de métricas o rasgos románticos.
En efecto, el contexto asediaba a estos hombres, y pretendía amordazarlos con un tiránico silencio cuasi-religioso. Ellos, como una respuesta válida, propusieron la crítica. Una crítica en principio privada, resguardada entre paredes, pero que luego se fue esparciendo, tomando las calles en pasquines que, desde el costumbrismo estratégicamente adulatorio, superaron el análisis de los textos e interpelaron a sus propios lectores. Es decir, confrontaron desde la escritura a todos aquellos que, pudiendo ejercitarla, deponían la lectura por otros menesteres menos comprometedores. Habían encontrado un porque a sus lecturas.
Pasaron los años, las generaciones y los gobiernos. Y en este pasaje, surgieron renovadas discusiones, repetidas en sus motivaciones e irrepetibles en sus conclusiones, que evidenciaron la disconformidad de otras voces políticamente diferentes, e incluso opositoras, a las que marcaron el surgimiento del crítico literario nacional. Voces nuevas que, a su vez, se convirtieron luego en reconocidas y en discutibles; en puntos de iluminación y también de fuga. En problemas para sus antecesores y, por qué negarlo, para sus continuadores. Fueron esas voces que manifestaron la necesidad de parricidio y que, desde una diferencia contextual propia de un cambio en el tiempo, en los Gobiernos y también en los espantos, buscaron encontrar una practicidad revolucionaria a la lectura crítica de un texto ficcional. Practicidad dialéctica que surgió de la dependencia innegable con los otros contextuales: desde un inexcusable disconformismo no se pudo (ni puede, ni podrá) hablar sólo de literatura.
Fue, entonces, en la relación histórica de esas heterogéneas voces, disímiles en sus pronunciaciones y en sus contextos, donde se configuraron las posibilidades que llevaron al oficio crítico a verse primordialmente como un trabajo remunerado. Hoy día, hacer crítica permite, más allá de la posible suma de resonancias o de rechazos (dependiendo desde donde se realice la metacrítica), obtener cierto sustento a quien la produce dentro de un ámbito determinado. Las becas, los subsidios, las cátedras, las revistas especializadas e incluso el propio Gobierno, se constituyen como espacios de constante disputa por la lectura, por las apropiaciones de los textos y de quienes los produjeron. Lugares que también se convierten y metamorfosean, ante la posible mirada silenciosa y permisiva, en frenos institucionales para aquellos que hipócritamente decían querer elaborar una escritura y lectura personal problemática/zadora. Es así que, por este anhelo de permanencia, el disconformismo originario termina trasmutado en un acomodo de la estructuración crítica a los modelos y las tradiciones que se permiten desde el poder económico.
No quiero decir con esto que toda crítica remunerada sea contraria a los presupuestos del oficio, ni que toda mancomunión sin fines de lucro que se acerque a la literatura es coherente con los mismos. No soy adepto a las generalizaciones de ese tipo, y además cuento, tanto de un lado como del otro, con claras y notables excepciones. Lo que pretendo es considerar, desde un planteo que trasciende la propia subordinación laboral, lo inservible del ejercicio crítico que no de cuenta de una discusión política para con la tradición y para con el propio contexto académico y social. No existe, como suelen hacer creer, la crítica en el buen sentido del término. Porque el trabajo crítico, antidogmático por antonomasia, busca explícita o implícitamente la provocación, la ruptura, la confrontación que ulcere lo previamente establecido. Todo lo demás, todo lo que no entra en este plano, desde mi punto de vista, se vuelve sólo un montón de artilúgicas palabras que, de un modo similar al discurso publicitario, vienen a decir lo mismo de un modo diferente. Son palabras donde se evidencia la aceptación, e incluso la resignación, de permanecer al resguardo de un conformismo anestesiante.
Hoy, en un contexto diferente al de 1837 y al de cualquier otra generación crítica argentina de relevancia, en un contexto donde se opta, sin aparentes juicios externos, por la mansedumbre, sostengo que la lectura crítica no debe estancarse en la esfera de un trabajo remunerativo. Por el contrario, ésta tiene que volver a considerarse una obligación para con el propio oficio y también para con una moralidad privada siempre disconforme de las trabas externas e internas. Una vinculación subjetiva en donde se reconozca la inevitable pulsión de debatir el contexto, el pasado, los medios de producción y la falsa meritocrasia. Debatir no por el hecho de hacerlo, no para producir un nuevo gesto reiterativo y carente de sentido, sino por el deber de reordenar diariamente el propio universo cultural. Frente a la actual comodidad del silencio o la aceptación, el compromiso del lector crítico vuelve a manifestarse en el gesto de no conformarse con lo que desde los medios culturales del poder (o los medios del poder cultural) se sigue aceptando como una lectura ascéticamente correcta, ni creerse, en su ejercicio intelectual, referente indiscutible de una generación contemporánea o por venir. Por el contrario, se presenta hoy la exigencia de escudriñar periódicamente en la genealogía literaria y política aquellos nombres privados que constituyen las máculas o los problemas a resolver. Esas sombras terribles que nunca pueden darse por finalmente expurgadas.

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